Ingresa o regístrate acá para seguir este blog.

Desde una perspectiva eminentemente normativa, nadie podrá cuestionar que alcanzar una paz estable y duradera -entendida como un valor supremo para la sociedad- es un objetivo intrínsecamente asociado con el proyecto nacional colombiano, tal como está incrustado en nuestra Constitución Política.

De hecho, uno de los argumentos que más se ha escuchado de los simpatizantes de las negociaciones que adelantaron el gobierno y las FARC en La Habana, es que éste proceso tiene como principal objetivo cristalizar las aspiraciones políticas, socioeconómicas y culturales concebidas por los constituyentes de 1991 alrededor del estado social de derecho -una sociedad pluricultural, multiétnica, justa y equitativa.

En ese sentido, y más allá de que como lo ha señalado el equipo negociador del gobierno, el resultado de ésta odisea es un acuerdo imperfecto -no se pueden complacer las posiciones éticas e ideológicas de todo el mundo-, se trata de un pacto virtuoso por tres razones.

Primero, porque pone fin a más cincuenta años de enfrentamiento con un grupo armado insurgente que, gústenos o no, logró en cierto punto desestabilizar al aparato político nacional y representó un reto serio para las fuerzas militares. Y que, querámoslo aceptar o no, emergió como resultado del abuso del poder, en el sector rural, por parte de una élite dominante que se apoyó en la brutalidad de la fuerza física y económica.

Segundo, porque sin desconocer los derechos de las víctimas a la justicia, la verdad y la reparación, el proceso de paz logró producir una fórmula transicional que persuadió a una guerrilla afincada en lo más recóndito de la selva, y financieramente respaldad por una solvente economía ilegal -tráfico de drogas, extorsión, secuestros y minería-, para entregar las armas y reincorporarse a la vida civil.

Y tercero, porque a partir de la aceptación de la naturaleza estructural del conflicto armado interno, los acuerdos introducen algunos elementos prospectivos y redistributivos que permiten pensar en la posible generación de transformaciones tanto en la desigual distribución de poder y acceso a recursos, como en el carácter discriminatorio y violento de las relaciones sociales.

Bajo estos tres postulados se ha desarrollado la discusión del “plebiscito por la paz”, que tendrá lugar el próximo 2 de octubre:

De un lado, los simpatizantes del SÍ caracterizan el fin de las confrontaciones armadas como un bien supremo que se autojustifica al ser un mandato constitucional -lograr una paz duradera en el territorio nacional- y resaltan el carácter transformador de los acuerdos alcanzados con las FARC. Y del otro, quienes van por el NO cuestionan la legitimidad de un pacto que, según ellos, es una apología a la impunidad -no sólo no los mete a la cárcel, sino que los pone en el congreso- y que, además, contiene el germen de la implantación de un régimen socialista, corrupto y paupérrimo. Cada uno leyendo la historia de nuestro país de forma particular, casi que en dimensiones paralelas.

Este es el nivel de discusión que se ha adelantado hasta el momento: todo apuntado hacia el deber ser. Y dentro de un par de semanas sabremos quiénes lograron convencer de forma más efectiva a la -usualmente- restringida cantidad de colombianos que saldrá a votar sobre cómo debe ser Colombia de cara al futuro; si aquellos que quieren sembrar esperanza y optimismo desde la incertidumbre de un compromiso entre históricos enemigos, de ahora en adelante adversarios en las urnas, o quienes a través del miedo y el rencor desean permear una guerra absurda, costosa y mezquina.

Lo que, en todo caso, nadie parece preguntarse -al menos de dientes para afuera -, es quién gana y quien pierde con ésta paz. Una cosa es plantearse si lo pactado tiene la potencialidad de generar cambios estructurales en el país o si éstos cambios se ajustan a los intereses generales de los colombianos; y otra muy diferente es determinar cuáles son las implicaciones de lo pactado en la distribución del poder y los recursos en Colombia, especialmente a nivel territorial que es donde más impacto ha generado esta interminable confrontación entre hermanos.

Es decir, si las élites que tradicionalmente han manejado los destinos del país se verán beneficiadas, o por lo menos si mantendrán su statu quo. Si quienes están decidiendo dejar las armas para acogerse a la discusión democrática van a poder transformarse en nuevas élites con capacidad de acceder a posiciones particulares de cara a la consolidación de sus intereses particulares. Si los tradicionalmente excluidos -los pobres, marginados, discriminados o violentados- van a tener la posibilidad de incidir en los procesos de distribución de derechos y recursos, especialmente en las regiones. Y cómo no, si los opositores del proceso, más allá de ejercer su “oposición de manual”, van a verse igualmente beneficiados por ciertas disposiciones de lo acordado en La Habana.

Porque más allá de la lógica aceptación de que es mejor que vivir en paz que continuar bajo las dinámicas de una guerra civil, los acuerdos de paz implicarán una serie de movimientos en la estructura de acceso y uso de la tierra y los recursos naturales, en las dinámicas de participación política y toma de decisiones, e incluso en la distribución de poder entre el nivel central y la periferia -las regiones, los departamentos, los municipios. ¿Quién ha hablado de eso?

Estamos frente a un momento coyuntural del cuál nadie se quiere perder. Todos, incluso la fiera oposición uribista y pastranista, quiere acudir al banquete donde se repartirá la torta que, aunque grande para la ocasión, nunca va a ser suficiente para poder saciar todos los apetitos. Y estas son preguntas que, si bien no son tan populares como las que se enfocan en el tipo de país que unos u otros se imaginan como el mejor modelo para el cumplimiento efectivo de un proyecto nacional aun amorfo e indefinido, sí son pertinentes desde la perspectiva de quienes, en todo caso, serán quienes terminen de modelarlo.

Lo cierto es que, más allá de mis inquietudes aquí consignadas alrededor de lo que se debe analizar de este proceso, mi voto -que será simbólico, para mi pesar, porque el torpe gobierno no me dejó inscribir la cédula al haber estado viviendo en otro país- VA PARA EL SÍ. Y tiene sentido pararse en este lado del río porque quiero que Colombia tenga una oportunidad para, por primera vez en su historia, pensar en la mayoría de la gente al tomar decisiones trascendentales. Y también vale la pena porque es hora de acabar con el odio histórico que nos define como pueblo, aquel que nos ha impedido avanzar en la definición de un proyecto nacional un tanto más homogéneo y equilibrado que los anteriores.

No tiene sentido seguir preguntándose cómo sería Colombia en paz. Vamos a poner la primera piedra de esta gran obra que nos espera por delante votando este 2 de octubre.

Compartir post