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Recordando el debate sobre la protección a la inversión extranjera

Desde que Colombia es Colombia -un estado republicano del sur global, embarcado en la utópica carrera por consolidar un proyecto nacional, en medio múltiples realidades y disímiles intereses- los inversionistas extranjeros han recibido garantías legales de trato nacional. Ya la constitución de 1821 señalaba que aquellos gozaban en sus personas y propiedades la misma seguridad que los demás ciudadanos, siempre que respetaran las leyes internas. Es decir que, a su llegada al país para desarrollar una actividad económica, los inversionistas extranjeros han tenido la certeza de contar con un plano de igualdad de derechos y obligaciones, y por ende han podido prever, dentro de lo razonable, los límites y alcances de sus intereses en el país.

Cosa diferente, y que escapa incluso a las promesas de estabilidad detrás las normas jurídicas, es que Colombia sea un país donde hay grandes contrastes y desigualdades socioeconómicas cuya solución requiere de la movilización de los poderes del estado. Y que esta movilización, con frecuencia una respuesta a situaciones imprevistas que demandan acciones regulatorias, encarna eventuales afectaciones a derechos y expectativas privadas. Como aquellas que, desde una perspectiva de legalidad, poseen los inversionistas extranjeros provenientes de estados con los que nuestro país ha firmado tratados de libre comercio e inversión.

Desde principios de la década de 1990 y hasta la fecha, Colombia ha firmado más de veinte acuerdos internacionales de este tipo con países exportadores de capital como Estados Unidos, Canadá y Reino Unido. Al parecer, la protección ofrecida por nuestro derecho interno no fue suficiente para generar la famosa “confianza inversionista” que tanto pregonaba un expresidente colombiano. De modo que, bajo la idea de que la inversión extranjera era la tabla de salvación de la malograda economía nacional, los tecnócratas clamaron por el ofrecimiento de ventajas aún mayores que el trato nacional y la igualdad de derechos, siguiendo una tendencia global que, valga decirlo, había sido concebida por las cada vez más poderosas empresas multinacionales que se movían por el mundo con dinamismo y contundencia en busca de recursos y mano de obra barata.

Luego de casi 25 años de tratados -el primer acuerdo de esta naturaleza fue firmado con México y Venezuela en 1993-, el saldo para Colombia está en rojo. Primero, porque no ha sido posible probar que el ofrecimiento de garantías adicionales a los inversionistas extranjeros haya impactado en el ingreso masivo de capitales, y que las riquezas generadas no terminen saliendo de las fronteras nacionales vía utilidades de las empresas extranjeras. Y segundo, porque en la actualidad nuestro país carga a cuestas al menos 9 controversias internacionales de inversión que pueden llegar ante tribunales de arbitraje, las cuales tienen como origen jurídico las obligaciones asumidas a nivel internacional. Con nombres propios: AmericaMovil (México), Cerro Matoso (Reino Unido), Cosigo Resources (Estados Unidos-Canadá), Eco Oro Minerals (Canadá), Fenosa (España), Glencore-Prodeco (Suiza), Gran Colombia Gold (Canadá), Novartis (Suiza) y Telefónica (España).

El último capítulo

El último capítulo de esta compleja historia tiene como protagonista a Francia. Colombia negoció un tratado de protección recíproca a la inversión extranjera con este país en julio de 2014, el cual contiene una asombrosa cláusula, que contiene un modelo de protección que se creía superado por este tipo de negociaciones, habida cuenta de las graves controversias jurídicas que se han presentado para nuestro país de forma reciente en este ámbito.

En concreto, el artículo 16 de dicho acuerdo incluye una extensión indefinida al estándar de trato que el estado debe darle a los inversionistas extranjeros franceses. El texto es el siguiente:

“Cuando las leyes de una de las Partes Contratantes, o las obligaciones emanadas del derecho internacional existentes o posteriores al momento del presente Acuerdo, contengan disposiciones tanto generales como específicas que otorguen a los inversionistas, un trato más favorable que el previsto en el presente Acuerdo, estas disposiciones aplicaran en la medida en que sean más favorables.”

Lo que implica este artículo no es poco. Se permite que las disposiciones del tratado en materia de protección sean subsumidas por otros parámetros, generales o particulares, que esté incluidos en otras normas, nacionales o internacionales, que otorguen mayores niveles de salvaguarda. Esto, sin más ni menos, abre la puerta para que los inversionistas franceses puedan, en el futuro, demandar a Colombia ante tribunales de arbitraje bajo amplios y dudosos casos de afectación de derechos y expectativas económicas. El estado queda, de forma paradójica, en una situación de inseguridad jurídica sobre qué tipo de conductas públicas son permisibles o no en su relación con las empresas y ciudadanos franceses, quienes quedan cubiertos por una coraza inexpugnable.

En este momento, el texto se encuentra en el Congreso de la República para su aprobación como ley interna, lo cual podría darse esta misma semana. Luego de este trámite, la norma pasará a revisión por parte de la Corte Constitucional, con el fin de confirmar que aquella se ajusta al orden constitucional colombiano. ¿Hay algún tipo de señal que indique que el legislativo, o el máximo tribunal del país, asumirían este caso como un asunto de interés nacional que requiere el bloqueo del tratado?

Hasta el momento ningún congresista ha manifestado -al menos públicamente- su intención de indagar sobre la conveniencia del instrumento internacional para los intereses de nuestro país. De otro lado, la Corte Constitucional ha desplegado, respecto de tratados de esta naturaleza en años precedentes, un análisis superficial respecto de las implicaciones de ofrecer niveles de trato especiales a los inversionistas extranjeros. Hasta el momento, las sentencias del tribunal han sido incapaces de -o reticentes a- comprender que la capacidad regulatoria del estado para proteger intereses públicos puede verse afectada.

Los colegas de DEJUSTICIA trataron de aportar elementos con ocasión de las discusiones alrededor del TLC con Canadá, pero infortunadamente no hubo empatía por parte de los jueces constitucionales. Ahora bien, se trata de una nueva Corte, por lo que la expectativa de una nueva forma de percibir este tipo de tratados queda abierta. Sin embargo, es difícil olvidar que los magistrados son cercanos a este complejo gobierno y a otras corrientes políticas que apoyan de forma abierta el libre comercio y la economía global. Toda la atención a lo que suceda en este asunto.

Twitter: @desmarcado1982

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Estudió derecho y a pesar de todo, se creyó el cuento de la justicia social y a eso se dedica. Cuando no está sumergido en la tesis doctoral le interesa la música latina y alternativa, el ciclismo colombiano en el mundo, la historia del más allá y el más acá, y los problemas públicos a nivel urbano y rural.

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