¿Qué pensará Canadá sobre el impacto de sus empresas extractivas en Colombia?
Tuve la fortuna de vivir en Canadá varios años, y puedo afirmar que es un país comprometido con la democracia y la multiculturalidad. En ese orden de ideas, está dispuesto a asumir un rol protagónico en la comunidad internacional. Es por esto que, desde hace algunos años, decidió adoptar una política exterior acorde con el respeto a la soberanía y la autodeterminación de los pueblos, y comprometida con la promoción y el respeto de los derechos humanos. De ahí que no resultó sorpresivo su apoyo a Colombia en la titánica tarea de la paz y la transición hacia una sociedad más estable y menos desigual.
Bajo dicho contexto, en julio del año pasado la ministra canadiense de desarrollo internacional, Marie-Claude Bibeau, manifestaba con contundencia que “los colombianos podían contar con el apoyo de Canadá en esta nueva era de paz”, al referirse al paquete de ayuda financiera y de proyectos que se preparaba para Colombia, bajo la coyuntura de la firma de los acuerdos de la Habana y un proyecto de justicia transicional que requiere importantes esfuerzos económicos. Y es que, en los últimos 11 años, Canadá ha donado a Colombia alrededor de 378 millones de dólares canadienses para proyectos de cooperación en el país.
Sin embargo, semejantes convicciones y líneas de acción contrastan, profundamente, con el incierto panorama de las relaciones entre el estado colombiano y las empresas canadienses que desarrollan actividades extractivas en el territorio nacional, las cuales se encuentran cobijadas por la exorbitante protección brindada por el tratado de libre comercio celebrado entre los dos países en noviembre 2008, y que entró en vigencia en febrero de 2010.
A la fecha, se sabe que al menos tres empresas legalmente constituidas en Canadá – Eco Oro Minerals, Tobie Mining-Cosigo Resources y Gran Colombia Gold – han activado procedimientos de arbitraje internacional de inversión contra nuestro país, a partir las salvaguardas que el TLC en mención les otorga a los inversionistas extranjeros. A través de estas demandas, se buscan millonarias compensaciones – que oscilan entre 700 y 16.500 millones de dólares – cuya justificación es la presunta afectación de derechos adquiridos – que emanan de contratos de concesión y títulos mineros – y expectativas legítimas – proyectadas en utilidades supuestamente dejadas de percibir por las empresas en cuestión.
¿Qué tienen en común estas tres demandas? Hay fuertes indicios que apuntan a que el origen de los aparentes daños generados a las empresas canadienses es, en gran medida, su falta de diligencia debida al invertir en nuestro país.
Eco Oro Minerals tenía la posibilidad – y el deber – de saber que explotar oro en una zona de páramo, como lo es Santurbán, podría acarrear impactos negativos a nivel medioambiental y social, tal como luego fue dictaminado por un experto independiente del Banco Mundial. Cosigo Resources – Tobie Mining, al comando del señor Andrés Rendle, tuvo conocimiento anticipado de la intención de la comunidad indígena del Yaigojé Apaporis de circunscribirse a la creación de un área protegida – y excluida de cualquier actividad minera – alrededor de su resguardo. Finalmente, Gran Colombia Gold poseía referencias puntuales de las actividades de minería ancestral que se desarrollaban en Segovia, Remedios y Marmato para el momento en que solicitó la expedición de títulos mineros. Se trata de información de naturaleza pública y fundamental a la hora de tomar cualquier decisión responsable en materia de inversión.
Pero a pesar de saber lo que sabían, estos actores empresariales de capital canadiense confiaron, de forma negligente, en que sus intereses nunca se verían afectados. O peor aún, desde una lógica de maximización de utilidades e impulsados por la excesiva protección ofrecida por el TLC, decidieron apostarle al desarrollo de actividades en las que sus riesgos asociados eran inmediatamente transferidos al ámbito de lo público, lejos de su ámbito de asunción de pérdidas o de rendición de cuentas. En otras palabras, las empresas determinaron que si alguna circunstancia que pudiera afectar la continuidad de su actividad económica llegase a ocurrir, el estado colombiano no podría afectarles sus derechos o expectativas – sin importar razones de interés público o fuerza mayor – so pena de incurrir en responsabilidad internacional y someterse a onerosos procesos de indemnización.
Es decir, que a la hora de decidir sobre la realización de una actividad económica, las empresas en cuestión no tuvieron en cuenta las particularidades económicas, sociales y políticas de nuestro país, o simplemente aquellas se asumieron como costos manejables a partir de los beneficios que se podrían obtener posteriormente – como jugando a la lotería. Y luego, cuando las autoridades públicas colombianas debieron actuar para atender situaciones relacionadas con el particular contexto colombiano – como la protección al medio ambiente y los derechos humanos, o la integridad de grupos étnicos – y se generaron lógicos impactos a ciertos intereses relacionados con su actividad productiva, la respuesta fue una amenaza de demanda bajo el amparo del TLC de 2008.
No es posible, de otro lado, tapar el sol con un dedo. Es un hecho cierto que las autoridades públicas colombianas formalizaron contratos de concesión en favor de dichas empresas y entregaron los correspondientes títulos mineros, a pesar de contar con información relevante sobre las restricciones socioambientales que dichos proyectos encontrarían. Ese es un asunto delicadísimo que puede indicar corrupción, falta de articulación interinstitucional o ignorancia. Y en esa medida, se deben tomar acciones inmediatas para investigar y sancionar a los culpables de los actos de poder público que originaron estas controversias. Sin embargo, también es cierto que aceptar las pretensiones de las compañías multinacionales canadienses implicaría desconocer el proyecto de nación del país fundado en la aspiración de u estado social de derecho, las obligaciones internacionales que Colombia tiene en materia de derechos humanos, y el mismísimo proyecto de postconflicto.
¿Qué pensará Canadá al respecto?
No se trata de hechos aisaldos, pues las demandas instauradas por inversionistas canadienses contra Colombia reflejan un interés sistemático en aprovechar el acuerdo internacional celebrado entre los dos países para dar trámite las controversias ocurridas en el contexto de la transición de nuestro país. Incluso, también se puede percibir la instrumentalización de la protección ofrecida a la inversión extranjera por el TLC que entró en vigencia en 2010, de cara a la obtención de ganancias disfrazadas de indemnizaciones. Y frente a esta situación, el país norteamericano no puede guardar silencio ni asumir una actitud pasiva respecto a las acciones de sus empresas, pues es precisamente bajo la sombra de su soberanía extraterritorial que todo esto sucede.
No hay duda de la intención que tiene Canadá de contribuir a que Colombia alcance una paz estable y duradera. Es más, es posible afirmar que todo aquello que se ha prometido en materia de apoyo a la transición de nuestro país, a nivel de cooperación y asistencia, tiene mucho que ver con la llegada del liberal Justin Trudeau al poder desde 2015. Luego de un gobierno conservador que omitió hablar del tema, Trudeau se ha mostrado como un convencido de los derechos humanos en diferentes ámbitos, tal como el de la crisis migratoria global. Sin embargo, es preciso entender que nuestro país requiere de otro tipo de actitudes de parte de países como Canadá. La posibilidad de cumplir con las metas del postconflicto no sólo depende de la llegada de recursos, sino de un respaldo político y diplomático de la comunidad internacional en otros frentes. Esto se proyecta en asuntos puntuales como que los estados exportadores de capital ejerzan un control permanente respecto de la forma en que sus inversionistas operan en Colombia, y cómo buscan resolver las eventuales controversias que se presentan con el estado huésped.
De otro lado, la Ministra de Comercio Exterior ha señalado recientemente que las demandas interpuestas por inversionistas extranjeros son «problemas privados» en los que las relaciones con otros países no se ven afectadas. Doctora Lacouture, no es posible desconocer que el riesgo del arbitraje de inversión nace de la firma de tratados como el celebrado entre Colombia y Canadá, por lo que estos asuntos sí hacen parte de la órbita de las relaciones inter-estatales, y por lo tanto requieren de intensas acciones a nivel político -de su cartera- y diplomático -de la Cancillería.
El que tenga ojos, que vea.
Twitter: @desmarcado1982
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