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El Jardín de las Delicias, obra maestra de un tal Hieronymus Bosch (el Bosco), fue pintada hace más de cinco siglos. Cuando la vi por primera vez en un viejo libro de arte renacentista me causó fascinación, pero también hizo que mis tripas se retorcieran sin piedad debido a su oscura -y a la vez lúcida- representación de la naturaleza humana desde los ojos de la inocencia, el pecado, y la promesa de la salvación. Cuando la pude apreciar en todo su esplendor, en el Museo Del Prado en Madrid, me transporté de forma inmediata hacia la particular cotidianidad de una ciudad que es para mí hogar y fuente de inspiración: Bogotá.

Sin embargo, no sería sino hasta hace unos días cuando, con ocasión del bien publicitado operativo de intervención integral adelantado por la administración distrital en el sector conocido como “El Bronx”, pude entender hasta qué punto nuestra realidad se ve reflejada, hasta en sus más mínimos detalles, en esta dantesca representación de caos, sufrimiento y desesperanza.

Ya había tenido sensaciones similares con mis adolescentes lecturas de Ernesto Sábato y su Informe sobre Ciegos, en el que se retrataba una Buenos Aires a primera vista próspera, hermosa y rimbombante, pero que en sus entrañas -sus cloacas- escondía la turbia plebe de los ciegos, los representantes del Bajísimo en la tierra y que eran los directos receptores de la inmundicia y el pecado producidos en la superficie por la gente bonita del Río de la Plata.

La obra de El Bosco es un portentoso tríptico que revela una hipótesis sobre el ciclo de nuestra historia metafísica como especie -desde la creación hasta el juicio final. Pero también quiere ilustrar -y sobre todo advertir- de qué forma el ser humano tiene que sobrellevar el pecado, supuestamente original y connatural en él, y afrontar su condena a través de la abnegación, el sufrimiento y la venganza. El resultado es una narrativa en la que se conmina al individuo a cumplir con la voluntad divina y las leyes humanas, de modo que cualquier variación estará sometida a la saña del creador y de la sociedad, a través de tribulaciones, retribuciones violentas y sufrimiento eterno. La fórmula es muy sencilla: mirad que, si queréis, podéis estar conmigo en el sempiterno paraíso y ser feliz, pero de un momento a otro, en caso de alejarte de mis dominios materiales y espirituales, mi ira te partirá en dos y te dará tormentos igualmente eternos. Tan cerca pero tan lejos.

Y es que cuando pienso en todo aquello que ha sido revelado sobre ese monstruo que es El Bronx, a través de la brutal avanzada del rastrillo que no deja piedra sobre piedra y del posterior ejercicio de arqueología social que más parece una sesión forense, no puedo sino asociarlo con aquel camino que El Bosco nos muestra con El Jardín. Y, sobre todo, pienso en esas pobres almas en pena que pretenden ser revividas por parte de quienes anteriormente los enterraron, y que hoy se resienten con la luz del mundo cuando el sarcófago, donde tranquilamente yacían, es resquebrajado sin ningún tipo de consideración sobre su voluntad o capacidad de volver a la superficie.

Se lanza un diagnóstico genérico: la humanidad ha sucumbido a las tentaciones que llevan al mal -el pecado, y por ende merece castigo eterno, que a su vez es la manifestación del poder del soberano del mundo, y de su fidedigno pueblo. Bajo esa fórmula, el pobre permanece mísero porque no quiere trabajar; el vicioso no abandona sus fetiches y dependencias porque nada en los mares de la perfidia y la insensibilidad; y el diferente no se ajusta a lo considerado como “normal” porque su vanidad le indica que es más placentero ser un engendro que un ser a imagen y semejanza de Dios. Por ende, el pobre, el vicioso y el diferente deben ser medidos con la vara más rígida y juzgados con la balanza menos condescendiente. De ahí que la mejor forma de hacerles pagar por sus multifacéticos pecados es creándoles un purgatorio a su medida, en donde sientan en carne y hueso las consecuencias de sus “decisiones voluntarias”, pero donde además no molesten a los santos habitantes de El Edén.

¡Ah curioso contraste entre aquel que nace cerca al creador, que bajo su infinita gracia se aleja de la oscuridad, y el otro que, no teniendo la misma suerte original, va a parar al eterno ciclo del pecado –penitencia- cloaca! Porque cuando alguien nace pobre, es diferente o se vuelve débil, no tiene remedio sino yacer en el infierno que sustenta las columnas del paraíso. Así como todos aquellos que por una u otra razón aterrizaron en El Bronx, y ya nunca más pudieron volver a salir debido a su catalogación como infra-humanidad.

¿Acaso alguien se ha puesto a pensar en la forma en la que la sociedad de El Edén, cobijada por la quimera de la abundancia y la lujuria del consumo, ha no sólo tolerado sino auspiciado el drama de aquellos que habitan las cloacas bogotanas? Más allá del problema social que implicará la resurrección de estos muertos en vida en una ciudad marginalizada, o de la realidad criminal que hay detrás de los mercados negros que circulaban dentro de esta olla, lo que me cala los huesos y me lleva a la pérdida de fe en la especie es que en esta ocasión -como en muchas ocasiones, lo objetivo sirve como excusa para ignorar aquello que debería ser lo más importante: las personas.

Porque ese mundo onírico, demoníaco, opresivo y de innumerables tormentos, que es retratado de forma perfecta en El Jardín de las Delicias, ha encontrado una imagen fiel de total fidelidad en nuestra Bogotá, tan linda con sus cerros orientales de los que pululan castillos de papel para unos pocos, y sofisticada con su riqueza sectorizada que sabe a feo. Se trata de una ciudad en llamas, donde la violencia se las cobra todas a quién ande por ahí distraído. Se trata de una urbe llena de criaturas demoníacas, que se engullen a los débiles para alimentar su inacabable gula. Así como en la obra de El Bosco, hay un ave rapaz que, sentada en un retrete, devora a los condenados para luego defecarlos en un pozo negro –El triste Bronx- donde muchos otros bailan, regurgitan inmundicias, e incluso excrementan oro.

el jardin

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