(esta es la segunda parte de una historia que comenzó acá)
«Parece que a su hijo hay que amputarle la pierna». Yo no supe que el médico había dicho esa frase sino muchos años después, y lo supe porque mi papá estaba contando esa parte de la historia como uno de esos momentos que quisiera borrar de su memoria. Como me di cuenta ayer, yo tampoco he podido borrar de mi memoria casi nada de lo que pasó durante esos días y meses que estoy describiendo ahora.
Como iba contando, mi pierna había quedado negra y destruida como una morcilla a medio comer. Cuando por fin pude quitarme los pantalones entre los gritos de mi hermano y mi primo y el pavor de ver mi pierna incinerándose y el dolor de todo lo que estaba pasando, corrí al baño a echarme agua en la pierna. Uno piensa que el agua es lo que apaga el fuego porque es la versión proverbial de nuestra realidad infantil, pero lo cierto es que eso no sirve de nada con la pólvora. En cualquier caso, entré a la ducha, me eché agua y solo veía caer pedazos negros de pantalón, medias y piel. En medio de todo, por alguna razón estaba ya haciendo esto como si fuera algo normal y rutinario, como si me estuviese bañando por la mañana para ir al colegio. Pero cuando miré al espejo y me ví a mí mismo con una pierna de otro color y pelada como si hubiesen destruido una bolsa de basura encima mío, lo único que se me ocurrió fue persignarme y decir lo que se me ocurrió: «si existe Dios, que me salve de esto que está pasando» – la frase típica del adolescente que apenas comprende la posibilidad del ateísmo en medio de una situación que pareciera de vida o muerte.
Salíamos para la clínica y en ese momento llegaba mi papá a la casa. No había tiempo para explicar nada, solo mencionar que íbamos a la clínica «porque Carlos Felipe se quemó con pólvora». Esa frase sola, sin escena en frente (mi papá no me vio en ese momento) sonaba a que había quemado mi dedo un poquito pero que íbamos a la clínica por si acaso, no la catástrofe olorienta que se acercaba a la gangrena y que, milagrosamente, podía caminar hasta el carro, montarse y abrocharse el cinturón, y encima de todo decir «mamá, no vayas rápido porfa» cuando íbamos para la clínica.
Cuando uno llega a una clínica con una herida muy grave podría sentirse como una super estrella en la alfombra roja (pero, pues, muy enfermo). Esa vez fue así: mi tía llegó antes que nosotros para avisar que íbamos para allá, y cuando llegamos nos abrieron la puerta y sacaron camilla y cuatro enfermeras y un vigilante me metieron directo al sitio que tocaba. Ahí llegó mi papá y, absolutamente desconcertado, me hizo saber su descontento por lo sucedido (cada quien transmite su susto de distinta forma). Cuando vio esto, el médico pidió a mi papá que lo acompañara afuera un momento, y cuando volvió nuevamente al cuarto de la clínica tenía la cara absolutamente pálida y me dijo que todo iba a salir bien y que no me preocupara por nada- como si le hubiesen inyectado xanax cuando salió con el médico. En realidad el médico le había dicho que, con esa quemada tan absurdamente grave que veía en su hijo, era bastante probable que tuvieran que amputar mi pierna para evitar la gangrena -eso fue lo que supe luego. En ese momento yo solo imaginaba que me iban a dormir, operar y me iba a despertar con unas vendas y listo. Nunca pensé en la probabilidad de despertar sin mi pierna derecha.
En realidad no me acuerdo de tantas cosas de ahí en adelante. La anestesia general, tratar de contar de diez a uno sin saber si alcancé a lograrlo, despertar en la mitad de la noche con la voz de una enfermera que me decía «brinque de la camilla para la cama, papito» y volverme a dormir sin entender muy bien qué pasaba. Sí, estaba en una clínica pero no me acordaba muy bien de lo que había pasado. Lo siguiente que recuerdo es oír a mi mamá llorando en la mañana del día siguiente en la cama que tenía al lado, y decirme a mí mismo «tengo que consolarla» pero volverme a dormir otras horas más porque el efecto de la anestesia seguía ahí.
(continúa con el angel raspando la pierna)