(esto es parte de una historia real que comenzó acá)
Cuando desperté, la pierna todavía seguía ahí. Más aún, no solamente tenía mi pierna derecha sino que estaba vivo -suena exagerado pero con el dolor de la tarde anterior y el drama y las caras de los involucrados en la clínica y en el quirófano, despertar vivo y en una cama en lugar de aparecer con alas y una bata blanca entre las nubes frente a una puerta dorada (o encadenado y entrando a un sótano lúgubre custodiado por demonios) era algo que uno agradecía inmensamente. Habiendo despertado, saludado y comprendido un poco mejor lo sucedido, llegó el Doctor Pérez.

En el mundo terrenal sí hay ángeles, o por lo menos gente que personifica las características que nos han inculcado en la religión católica como ángeles pero que puede que sean personas de carne y hueso sin alas ni coros cantando la letra «a» durante varios segundos cuando aparecen mientras brilla una luz blanca radiante detrás de su espalda. En esta historia yo no soy capaz de dibujar nada (así como tampoco soy capaz de escribir todo en una sola sentada sin ponerme a llorar -ese es el límite que tengo para saber cuándo debo terminar cada uno de estos posts). Pero si tuviera un poco más de fuerza y carisma mientras contara esto que pasó, habría dibujado varios ángeles en el camino. Ya se dieron cuenta que mi mamá fue uno (quién más que un ángel es capaz de llevar a un hijo parcialmente incinerado en el carro hasta la clínica, y además explicarle que no podía ir rápido porque ya teníamos un accidente encima y no queríamos otro -¿de dónde sacan las fuerza las mamás?). El ángel que sigue en esta historia es el Doctor Pérez.

Es fácil decir que un médico es un ángel… ¡Mentira! tengo que reformular esa frase tan ilusa. En su lugar voy a decir varias cosas para redondear la idea: no es fácil decir que un médico es un ángel. En realidad la mayoría de médicos que conozco parecieran sentir que son algo más allá de un ángel, incluso parecen demostrarle a los demás que son miembros exclusivos del Olimpo y que su carácter de dioses les permite ser unos cretinazos que miran por encima del hombro a sus pacientes hasta que por fin se van de su consultorio.

El doctor Pérez era distinto. No era un imbécil de bata blanca que creía saberlo todo. Era un buen tipo que llegaba calmadamente a las consultas y nos explicaba lo que pasaba, las cosas difíciles que habían sucedido y lo que iba a seguir. No sé cómo hacía para explicarnos tantas cosas tan terribles y hacernos sentir que todo iba a salir bien, las consultas eran igual a como cualquier actividad normal donde una persona le explica a otra lo que va a encontrar. A mí me gustaría tener ese superpoder de explicar cualquier cosa crítica con la tranquilidad y paciencia de una masajeadora tailandesa.

Si siguen leyendo lo que voy contando en esta historia durante los próximos días, verán que las cosas no salieron tan bien durante los meses que siguieron (de hecho a veces parecía no haber solución), pero al final de cuentas hoy en día puedo caminar sin problema y casi nadie sabe que mi pierna derecha estuvo totalmente quemada y que pasé semanas enteras entre clínicas, sillas de ruedas y camas antes de volver a vivir una vida normal. En cualquier caso, el doctor Pérez parecía saber todo eso de antemano y nos hacía entender que las cosas eran difíciles pero que sabía por dónde continuar. Aunque la bata blanca le ayudaba (y la voz tranquila también), no tenía un coro de personas cantando la letra «a» en el fondo ni una luz blanca radiante detrás de su espalda, y yo siempre he pensado que a mí me operó fue un ángel caído del purito cielo. De pronto era que siempre se paraba a contraluz y la ventana de mi habitación era muy grande y ponían música relajante, pero no recuerdo.

Lo que tuvo que contarnos esa mañana no fue fácil de digerir. Básicamente nos explicó lo difícil que había sido recuperar mi pierna, y fue enfático en narrar la espeluznante y larga escena de su esfuerzo por quitar de mi pierna toda evidencia de piel quemada raspándola… raspar la pierna quemada de un muchachito de catorce años para evitar amputarla es digno de una secuela de El Exorcista. Él fue quien nos explicó por qué no me dolía una parte de la pierna y de hecho no la sentía del todo: se habían quemado los nervios y era una quemadura de tercer grado. La «buena noticia» era que eso solo era en la parte de arriba de la pierna, todo lo demás era quemadura de segundo grado y no era tan grave. Qué alivio, vida hijueputa.

Después de su enfático relato y expresión de cansancio, el doctor Pérez nos explicó el largo camino que había que recorrer. Alrededor de una semana más tarde saldríamos de la clínica (sí, navidad sería en la clínica y sin visitas), tendríamos que tener controles cada tantos días, curaciones con mercurio, infiltraciones, y eventualmente yo iba a volver al colegio caminando. No había por qué dar más detalles de lo que podría salir bien o mal, eso tendría que venir luego. Lo importante ahora era concentrarse en los próximos días. No teníamos muy claro la paradoja: un ángel nos describía el infierno por el que nos iba a guiar los próximos meses.

(continúa acá)