El ejercicio fue relativamente sencillo: hacer el mismo recorrido que hizo el Barón Karl von Drais ese día que sacó su nuevo invento a dar una vuelta (la «máquina de caminar» como la llamó él) el 12 de Junio de 2017 en Mannheim. Lo que yo había leído en internet antes de venir a esta ciudad era que había hecho una vuelta muy breve desde la Torre principal, y que se había devuelto. Cosa de niños, pensé yo. Nada más lejano de la verdad…
Al llegar a Mannheim, la primera cosa que tuve que hacer fue informarme visitando el TechnoMuseum. Tienen una exhibición dedicada a los 200 años de la bicicleta donde muestran la historia de ese vehículo, y muestran con gran detalle todos los pormenores de aquel inicio del noble caballo de acero… todo en alemán, idioma que ni manejo ni entiendo ni hablo (solamente entiendo cuando saludan y los avisos que dicen entrada y salida, y a veces me confundo incluso con eso). Pero sí había un mapa antiguo con una raya resaltada que, si entendía yo bien en mi proto-alemán, indicaba ese primer recorrido en bicicleta. El aviso que tenía a su lado lo confirmaba, según el traductor de google: «un jueves, Drais comenzó con la máquina desde su casa de familia en la plaza Mannheimer M1, número 8. La primera salida documentada le llevó cerca de 14 kms a la casa de relevos en Neckarau, una estación de cambio de caballos…».
¿CATORCE KILÓMETROS? En una bicicleta que ni siquiera tenía pedales? Pues sí, Drais era un alemán muy comprometido con su animal metalizado que lo quería llevar por toda la ciudad (¡incluso a un suburbio!). Entonces, en honor a los doscientos años que cumple este lunes 12 de junio, yo también me comprometí con la causa y me dije a mí mismo: «mí mismo, lo vamos a hacer. Coja esa bicicleta y nos vamos».
Pero yo no tengo bicicleta…
Afortunadamente, no estaba en Bogotá donde nos prometen sistemas de transporte y nunca nos los entregan. Aquí sí contrataron a Nextbike (los mismos que perdieron la licitación de bicicletas públicas de mi ciudad contra Cartagueña de Aseo y sus socios chinos hace un par de años), y unas horas más tarde me había registrado por internet, tenía la aplicación móvil en el celular y había identificado la estación de bicicleta pública más cercana a la manzana M1, casa número 8. Papeles en orden, me pongo el cinturón, y todo bajo control. Salí a mi misión.
Después de almorzar viendo el mapa original del recorrido de Von Drais y comparándolo según lo que veía en los mapas de Google, ya estaba seguro del recorrido. Ya no estaba ese sitio de caballos por ninguna parte, las ciudades habían cambiado de nombre, pero las vías principales parecían estar ahí. Estaba super preparado geográficamente. Llegué a la casa de Von Drais, o más bien a la manzana donde quedaba su casa y ahora solo queda una placa con su nombre conmemorando su gran hazaña que cambiaría una fracción del universo que habitamos. En su cuadra encontré tres cosas que, para mí, resumen el estado de las políticas de bicicleta en el mundo:
Una bicicleta bien amarrada pero sin rueda, porque la robaron
Una bicicleta blanca, indicando la muerte de un/a ciclista en ese lugar
Una vía con contrafliujo ciclista permitido. Sí, esa es la situación que nos da un poquito de esperanza)
Mi cerebro a veces es super lento. Dos kilómetros después de arrancar, caí en cuenta de que habían transcurrido doscientos años con el peso de su historia desde aquél jueves. Había pasado, entre muchas otras cosas, el regimen Nazi que implementó la política de expansión de autopistas más ambiciosa de la historia de Alemania. Con esto, mi estúpida idea de tener el mismo recorrido que Von Drais se desmoronó.
No me había tomado el primer selfie cuando pasó el primer carro con sus pitazos. En mi alemán arcaico entendí que me estaban gritando «QUITE DE AHÍ CARAJOOOO BRUUUUTOOOO«, y miré hacia la derecha para encontrarme con una vía verde que iba paralela a dicha autopista. «Oh, será esta la oportunidad de encontrar mi camino y recorrer, con lujo de comodidades, el itinerario del Barón hasta su original destino hace doscientos años. Llegaré en menos tiempo de lo esperado y con una comodidad sin igual».
No hubo tal. Me perdí. Muchas veces. Casi gasto toda la pila del celular intentando encontrar en diferentes mapas digitales una forma de llegar a cualquier sitio. Estando solo y sin conocer el idioma -y en medio de lugares que realmente no parecían llegar a ningún sitio y que nadie transitaba desde hace siglos- no sabía un ñoco de lo que aparecía en los pocos avisos que encontraba.
Continúe, me esmeré. Pedaleé esa bendita Nextbike entre arbustos, palos, bosques, avisos de cosas que no entendía pero que parecían decir siempre «por aquí no es, idiota«. En un punto de mi camino solo había escaleras y vías cerradas. No importa, subí las escaleras cargando ese yunque de bicicleta. «Si lo logró el Conde en su porquería de pedazo de madera, lo logro yo. Es como andar por la Calle 134» (eso último fue lo que me motivó).
Después de una hora de batallar con las vías alternas, trochas de bosque, pequeñas callecitas, amables barrios con avisos de 30 km/h, Spielstrassen y almacenes cerrados, por fin encontré que había una vía que me llevaba a lo que yo había interpretado como mi destino. Quince minutos más tarde, llegué a lo que yo pensaba que habría sido el lugar donde hace doscientos años se hizo historia cuando un tipo llegó con un palo amarrado a dos ruedas y saludó a gente en una caballeriza (Ja! Die laufmaschine!!).
Llegué a una banca que daba contra el río- que según yo era el mismo lugar, pero no tengo más que un mapa viejo y una lógica porosa que me dicen que ahí era. «He culminado mi misión. He llegado hasta aquí sin ayuda, mi malicia indígena me ha ayudado a resolver enigmas geográficos inimaginables«. Sentado en esa banca, reflexioné sobre la vida, la muerte, las bicicletas y las motocicletas, la necesidad de reformar el mundo y lograr cambios sustanciales cada 14 kilómetros. Interioricé la paz que se sentía al estar al lado del río Neckar y la poca longitud de mi pelo. Pasados esos doce segundos de reflexión, me paré para avanzar en mi camino de vuelta.
Mi camino de vuelta comenzó con una reflexión muy profunda sobre el estado global de las políticas ciclo-inclusivas, y mi desdicha tratando de llegar a un sitio que, de haber ido en un automóvil, habría sido en doce minutos y sin problemas. Cómo era posible, me preguntaba, que los alemanes no rescataran su historia, que no hicieran estos recorridos. Al final de cuentas, reflexioné, todos somos unos garbimbas y no respetamos nuestras herencias hermosas como esta – la humilde, honesta e invaluable bicicleta, ese vehículo del futuro. Dieron prioridad al automóvil y olvidaron a la bicicleta y ahora nos dan un contentillo con bicicletas públicas pero de infraestructura nada. NADA.
No llevaba yo cuatro minutos en esta reflexión crítica cuando vi el aviso que me indicaba «gire aquí, llega ud a Mannheim, y es una vía verde solo para bicicletas». Lo decía clarito, y además daba indicaciones para llegar a varios sitios en bicicleta. Me comí mis palabras y me metí por ese sendero que no había visto.
A pesar de la pintoresca población que pasó por allí en esta soleada tarde de verano alemán, este sendero me acompañó durante 40 minutos de vuelta a Mannheim, y en ningún momento tuve que cruzarme con un automóvil. Todo el tiempo estuve entre árboles y pasto (y señores con sus tetillas al aire) y en total seguridad. Cosa bella, caray. Estos alemanes sí piensan en todo.
Llegué de vuelta a Mannheim. Nextbike me indicó el tiempo invertido en mi periplo y me cobró lo correspondiente según las horas utilizadas y Biko me decía cuántos puntos gané y cuántos kilos de CO2 había dejado de emitir. Continúe mi camino para conocer más de Mannheim mientras revisaba las fotos y reflexionaba más sobre lo bruto que soy, la prisa con que llego a conclusiones y el olor a pan que inundaba el barrio. Paré en una panadería a tomar apuntes de lo reflexionado.
Hemos tenido una revolución increíble en los últimos doscientos años, acelerada principalmente desde los últimos diez. Lo que hice hoy no habría sido posible hacerlo en el año 2000, o incluso más recientemente. Las diferencias con el viaje de von Drais no son tanto relacionadas con el vehículo en que anduvimos – la diferencia principal con su Laufmaschine es que ahora tenemos pedales y cadena y que ya no usamos madera para los componentes, pero en principio es el mismo vehículo. Pero esta vez yo hice el viaje con unas diferencias más interesantes:
– La bicicleta que usé no es mía, fue prestada porque espiché botones en un celular. La mentadísima «economía del compartir» de la que tanto hablan.
– La forma como llegué al lugar, a pesar de haberme perdido muchas veces, fue gracias a una aplicación de mapas digitales que me indicó cómo llegar a los sitios.
– Pude además registrar kilómetros, emisiones evitadas de CO2 y ganar puntos con otra aplicación.
La cosa de andar en bicicleta es más interesante ahora. Von Drais estaría orgulloso… aunque, pensándolo bien, creo que no lo estaría tanto cuando viera que su ciudad natal le hizo apenas una pinche placa en su casa… pero a su tocayo Benz sí le hicieron una estatua de su prototipo y un mural gigante en la mitad de la vía principal de la ciudad (y eso que Benz solo vivió allá unos años). De otra parte, el Technomuseum tiene un piso entero para mostrar las cosas de los carros, pero de la bicicleta solo una exhibición temporal. La bicicleta igual sigue (y seguirá, al parecer) en los márgenes de la historia a pesar de ayudar a configurarla.