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Nueve y media de la mañana. Daniela se abraza a la almohada y aprieta los ojos para volver al sueño que él estruendo de las ollas de su abuela en la cocina le acaba de arrancar. En él, Daniela es una cantante famosa de esas que salen de canales infantiles, vestida como Taylor Swift, labios rojo escarlata. Daniela es popular: deseada y envidiada por todos. Su hermano pequeño corre por la habitación balbuceando el nombre de su súper héroe favorito sintiéndose el villano que ataca una gran ciudad. Daniela le bota un par de improperios sin detenerse a pensar que con escasos tres años y medio de edad es muy difícil discernir entre lo que está bien y lo que no. El pequeño la ignora y sigue su marcha mientras Daniela celebra por dentro que muy pronto todo aquello acabará. Ya lo tiene todo listo y bien planeado: a las cuatro y media se encontrará en el parque con su mejor amiga y ya no habrá vuelta atrás. Daniela piensa escapar de su casa.

A medio día escucha la abuela hablar con mamá por teléfono. Lo de siempre: Daniela esto, Daniela lo otro, Daniela no lava un plato, no cuida el niño, no quiere estudiar. Mamá suelta un par de comentarios desenfadados sobre la paciencia, el problema de la edad, lo difícil de la adolescencia. Daniela sabe que mamá trata de hacer lo mejor posible pero eso no alcanza. Ella quiere ser grande, sentirse adulta. Para los adultos todo es fácil, piensa Daniela, para ellos todo es libertad, dinero propio, rumba, amigos, amor de verdad, como el de las novelas… eso es lo que ella quiere y su abuela le corta las alas porque como ella está sola y vieja seguro quiere lo mismo para su nieta —o eso cree Daniela—; la abuela no quiere a nadie desde que el abuelo la dejó.

A las tres de la tarde Daniela tiene todo listo: tres cambios de ropa en la maleta que mamá compró para el año escolar acabado intempestivamente en mayo, el par de tenis que lleva puestos, un frasquito de crema, dos pestañinas de colores distintos y suficiente brillo labial para comerse el mundo. Daniela está feliz como no lo ha estado jamás. Ansiosa se muerde las uñas y cuando llegan las cuatro revisa el celular gama media que mamá le dio en Navidad —porque las muñecas son para niñas— y su amiga ha escrito el mensaje anhelado: está en la esquina del parque con el primo de diecinueve que conduce un taxi. Su boleto a la libertad.

Daniela toma su maleta con precaución y desde la puerta le echa un grito a la abuela. Va por un helado a la vuelta, no tardará. En el sofá de la sala su hermanito se ha quedado dormido y por un segundo Daniela experimenta un dejo de culpa al darse cuenta que si todo sale como espera, probablemente no vuelva a sentir esos rizos doraditos golpeándole el rostro como lo hacen cada noche, un ritual antes de irse a dormir, un momento hermano/hermana que solo los que conocen el vínculo podrían entender. Pero es tarde para sentimentalismos. Afuera está su mejor amiga, la mejor de todas, esa que es casi una hermana, casi una madre, casi ella misma. Si fueran siamesas seguro no estarían tan unidas. Su amiga todo lo sabe, todo lo conoce, ha vivido en carne propia el destierro y la redención, entiende cómo funcionan las relaciones humanas, el bien y el mal, es solo un año mayor que Daniela y ya ha dormido con dos hombres, el último de ellos su primo el del taxi —¡Ojo!, que no lo sepan las tías, que no lo sepa nadie…—. Daniela sabe que ella jamás le va a fallar, cualquiera en este mundo, menos ella.

Cinco y cuarenta y cinco de la mañana. Me despierto por puro instinto. El reloj biológico cumplió con avisarme hace media hora pero yo lo ignoré por completo. Enciendo el televisor por inercia para hacerme ruido ambiente y lo primero que oigo es la melodiosa voz presentador del noticiero de la mañana. Es tan ridículamente guapo. Mientras arreglo las cosas para irme a bañar, una noticia capta mi atención: la mamá de Daniela sostiene una foto de su hija mientras suplica entre sollozos a quien la tenga en su poder que la libere. Es una niña virginal y cándida que no le hace mal a nadie.

«¡Tiene solo catorce años!», exclama mamá mientras Daniela la ve en el televisor de una cafetería. Las cosas no salieron como ella creía. La amiga del alma cumplió con llevarla a su casa pero allí el padre no estuvo dispuesto a recibirla ni alcahuetear semejante disparate, así que antes de que ubicara los datos de mamá y se comunicara con ella, Daniela le pidió al primo del taxi que la llevara a cualquier lugar. Fue acusada entonces por su gran amiga de querer robarle el novio pero él le dejó claro que tener sexo y ser novios eran dos cosas muy distintas. Se llevó a Daniela lejos, no sabe lejos de qué ni de dónde, pero cuando estaban realmente lejos se le fueron las luces y las manos bajo la blusa de Daniela. Logró escapar, no sabemos cómo, y en el camino perdió la maleta con todas sus cosas.

Mamá lloraba desconsolada. Daniela hace tiempo había dejado de ser una niña, y aun así, a su edad, mamá ya no era virgen y recorría las calles con un grupo de amigos que sabían perfectamente cómo enloquecer a todos los padres del barrio. A los dieciséis y para que el abuelo no se la llevara lejos de un noviecito se embarazó de Daniela y la vida le cambió. Del tipejo no supo más y tuvo que madurar a la fuerza. Mamá recuerda al noviecito mientras revisa el Facebook de Daniela tratando de encontrar alguna pista. ¿En qué momento se tomó esas fotos semidesnuda frente al espejo?, ¿y esos videos de hip-hop gringo envueltos en humo?, ¿estará fumando hierba?

Mamá lo hizo, lo recuerda bien. Era una adolescente rebelde pero finalmente «no se quedó en eso» como suele alegar para restarle importancia a sus acciones juveniles. La abuela la acompaña en su búsqueda; «es que está juventud está desbocada», «ya no hay control, no hay respeto». Mamá indaga en el historial de internet y entiende que la juventud no ha cambiado ni Daniela es tan terrible como sus pintas en redes sociales y sus comentarios salidos de tono en algunas fotos quieren hacerla ver. Daniela es exactamente lo que ella fue, solo que para mamá todo hacía parte de su vida privada, esa que su hija no conoce y en esta época donde la memoria de los adultos juega a sentirse virgen, olvidando quiénes fueron y los caminos oscuros que recorrieron, ahora que se sienten dignos de juzgar esa juventud descarriada, mamá siente lo que la abuela sintió y asimila la gran diferencia generacional que las pone en su respectivo lugar.

Ni mamá ni la abuela tuvieron Internet para interactuar y compartir detalles íntimos de su vida. Si fuera así, la abuela hubiera llenado su Twitter de reclamos contra la sociedad que le permitía a su padre perseguirla con un machete por las calles del humilde barrio donde vivían, solo porque la encontraba en fiestas sin permiso, o mamá hubiera podido poner unas cuantas canciones cortavenas en su Facebook cuando el noviecito la dejó embarazada y a la deriva.

Mamá deja de llorar. Apaga el computador se sienta a esperar. Daniela volverá, está segura. La conoce porque se conoce a ella misma y a diferencia de su amiga del alma, la que le prometió el cielo y la tierra, ella sí la entiende como nadie y la ama como nadie. A las seis y treinta y cinco de la tarde, después de casi un día de espera, mamá recibe una llamada que le acongoja el corazón. Daniela está perdida en algún lugar de la ciudad. La gente de la panadería la acompañó a una estación de policía y desde allí pudo comunicarse. Mamá respira tranquila. Además de un par de raspones y haber aguantado toda el hambre que se podía aguantar, Daniela está bien. Mamá toma una chaqueta y el bolso. Encarga a la abuela cuidar de su pequeño.

Volverá pronto; tiene una cita con el espejo.


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Blog Personal: Desvariando para variar…

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