Hace unos días escribí en Facebook algo como “En mi escala del odio, donde cero son los videos de perritos y diez, la última canción de Ed Sheeran, ¿en dónde se encuentra usted hoy?” Como supuse, la respuesta entre mis amigas no se hizo esperar. Una de ellas me indicó que la canción no tenía nada de nuevo y las demás coincidieron conmigo en que tanto empalague solo es aceptable en una dieta hipercalórica.

Creo que es culpa de ese desprecio ‘dosmildieciochero’ irracional e innecesario que le tengo al amor. Sí, yo sé, una aspirante a escritora de novelas románticas que promulgue a los cuatro vientos las ganas de vomitar que las canciones dulzonas le producen, podría estar comprometiendo seriamente su futuro en el mundo literario, pero supongo que es parte del proceso intenso (y muy efectivo) de curación por el que pasé durante el último trimestre del año que recién terminó. Tema para otro desvarío.

Al darme cuenta de que varias de mis amigas coincidían conmigo, pensé que podíamos crear un colectivo anti-romance e irnos de boda en boda rompiendo adornos y gritando a lo loco que el amor se acaba, que no existe, que lo mataron, no sé, cualquier cosa irresponsable que nos volviera virales en menos de doce horas y tuviera al mundo hablando de nosotras. Algo así como esa mujer semi desnuda que atacó un pesebre y le rompió la aureola al Niño Jesús gritando que Dios era mujer. Algo así… sin ningún respeto por la libertad y las creencias ajenas.

Obviamente mi idea de destruir bodas era una broma para reírnos un rato con mis amigas de nuestros desaciertos amorosos. Pero lo que ocurrió en el Vaticano con aquella ‘sextremista’ (literal, así la llaman los medios) es todo lo que ustedes quieran, menos gracioso.

Me he encontrado recientemente en un mundo donde todo es blanco o negro. Nunca gris. Si apoyas a la comunidad LGBTI eres gay o un hetero sin valores, pero si opinas algo que difiere mínimamente de su posición te conviertes en un homofóbico. Si escuchas, y más aún, si te gusta alguna canción de reggaetón, estás denigrando a la mujer y significa que estás de acuerdo con la violencia de género, pero si hablas mucho sobre los derechos de las mujeres eres una feminazi.

Sin embargo, el gris aún existe en la escala cromática y no lo podemos desconocer, así como no podemos desconocer que nuestra libertad termina donde empieza la del otro y ninguna ideología nos permite pasar por encima de las demás personas hasta rayar en el irrespeto. Y ese es el problema principal de movimientos extremistas como el que llevó a esta mujer a comportarse de manera trasgresora, el confundir activismo con vandalismo y creer que la lucha por la igualdad se basa en imponer voluntades ajenas y salir desnudas a marchar con letreros en el cuerpo.

A través de la historia, una gran cantidad de féminas han puesto su grano de arena para apostarle al empoderamiento de la mujer y sobre todo al reconocimiento de sus derechos y la importancia de su labor en el mundo como profesoras, científicas, empresarias, artistas, operarias, madres, abuelas, tías, etcétera. Han dado discursos, han creado organizaciones y han inspirado a otras mujeres a seguir su ejemplo y darse el valor que merecen. Pero recientemente esos esfuerzos se han desdibujado por episodios como el sucedido en el Vaticano, pues a pesar de que problemas como la desigualdad, el acoso sexual, el maltrato físico, la presión social, el abuso psicológico, los estereotipos, las constantes amenazas de las que somos víctimas y el hecho de que muchos países aún vivan como en la época de las cavernas son asuntos de suma importancia que nadie puede NI DEBE desconocer, la solución no está en ponernos al nivel de esos a quienes queremos combatir.

Después del escándalo de Harvey Weinstein en Hollywood empezaron a destaparse un sinfín de ollas podridas en la meca del cine, y aunque se encendieron todas las alarmas y las denuncias invadieron los tribunales, muchas de las actrices que salieron a contar su historia fueron juzgadas por no haberlo dicho antes o por el simple hecho de ser figuras públicas, pues según los comentarios malintencionados, si eres bonita y famosa como Salma Hayek no tienes criterio para denunciar o (como leí en algunos comentarios de las notas publicadas en Facebook), si no hubo contacto o agresión física, si nadie murió, o peor aún, si calló por miedo a represalias, quiere decir que fue algo consensuado o que ella es una más de las prostitutas de Hollywood.

Creo que lo que más me dolió del caso de Salma Hayek, fue sentirme identificada con su necesidad de callar porque al lado de un millonario productor de cine, ella, conocida y talentosa, seguía siendo nadie. Si una mujer como esta popular actriz mejicana no es nadie para denunciar, ¿qué podemos sentir las mujeres promedio cuando nos enfrentamos a casos de acoso o persecución? Y mucho más cuando nuestros referentes de protesta no son consecuentes y, por el contrario, trasgreden los derechos de los demás en vez de procurar la protección de los nuestros, o cuando los encargados de las leyes se preocupan más por las correcciones gramaticales (porque las palabras tienen género y las personas tienen sexo), y no por endurecer los castigos de los violadores o visibilizar las denuncias de quienes son maltratados por sus parejas y solo se tienen en cuenta cuando se convierten en titular de algún noticiero después de una brutal golpiza que los mata o los deja al borde de la muerte.

Y con parejas me refiero a hombres y mujeres por igual.

El feminismo no es un asunto de moda ni algo que se inventaron para victimizar a las mujeres. Tampoco es una manera de sentirnos superiores a los hombres o desconocer la importancia de la energía masculina en el equilibrio del universo, pero es necesario hacer conciencia sobre el valor de establecer parámetros de respeto, crear redes de apoyo, entender de igual manera a la mujer que decide ser madre como a la que no quiere tener hijos, a la que quiere ser directora de empresa y a la que quiere quedarse en casa haciéndose cargo de la crianza de sus hijos (porque sí, muchas lo hacen por convicción… nadie las obliga), escuchar a las niñas cuando dicen que alguien las está acosando o tocando, ¡CRÉERLES!, y sobre todo educar a los hombres para que no sea necesario montarnos de una armadura para salir a la calle o tener que vestir como astronautas para no vernos ‘provocativas’.

De las cosas buenas que me dejó el año pasado, puedo resaltar: mayor conciencia sobre mí misma, buenas dosis de amor propio, entendimiento de mi propia realidad y de la de mis congéneres, pero, sobre todo, distinguir que una cosa es valorarme como mujer y otra muy distinta es creerme el cuento del feminismo extremo donde el cien por ciento de los hombres son villanos y la solución a los problemas de la sociedad es imponer nuestras ideologías a costa de lo que sea. Al contrario, debemos aprovechar que este es el momento justo para ser parte del cambio y construir un futuro ecuánime para los niños y niñas que están por venir, educándolos con valores, fortaleciendo su carácter y enseñándoles que nada justifica la violencia, que nadie merece malos tratos y que la intolerancia y la indiferencia pueden hacer mucho más daño que cualquier conflicto con el ‘género’.


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