«Shall the dignity games begin!» se leía en el estado de WhatsApp de mi amigo como una obvia referencia a la saga de Los Juegos del Hambre y me reí de pensar lo que él estaba esperando de mí. Debo decir que no leí ninguno de los libros y apenas vi la primera película, pero él es tan genial haciendo comparaciones y sacando referencias que esa me quedó perfectamente clara. Me había encargado una misión ineludible y yo, lamentablemente, le tenía muy malas noticias. Acababa de ver al quincuagésimo primer amor de mi vida subir las escaleras eléctricas para tomar un vuelo de regreso a casa y la sensación de que estaría tan lejos de su país, tan lejos del mío y especialmente tan lejos de mis intenciones de guardarlo en mi pecho para siempre, era como estar abriendo un hueco en la tierra para meter mi cabeza y esperar sacarla en mi próximo cumpleaños.
Días antes habíamos estado hablando con mi amigo de cómo nuestras vidas a través del tiempo se han convertido en espejos. Son tan paralelas que a veces nos asustan las coincidencias y empezamos a encontrar aspectos en común que nos dan libertad de opinar el uno sobre el otro sin miedo a los juicios o a no entender las situaciones porque son prácticamente iguales a pesar de los contextos diametralmente opuestos. El día que cenamos y por fin me animé a contarle mi truculento plan de encuentro, esperé una reacción airada de su parte alegando todo aquello que por años fue su discurso de presentación sobre la dignidad y la importancia de quererse a uno mismo antes que a cualquier otra persona.
Pero en contra de lo que yo pudiera pensar, me miró condescendiente y me deseó buena suerte. Por esos días su vida emocional se encontraba en un estado tan confuso como desesperante y aunque yo había tenido cautela suficiente para no hacer las preguntas incorrectas, la curiosidad me estaba matando y sobretodo quería entender por qué a esas alturas no le aterraba que yo quisiera correr el riesgo de viajar a un lugar lejano cuando no tenía ninguna certeza de recibir respuestas agradables ni consecuencias dignas de contar. Entonces narró cómo habían estado sus cosas últimamente y entendí que él esperaba verme perder la dignidad tal y como él lo había hecho.
Enamorado hasta la médula de la mujer que le robaba la calma desde hace años, había pasado por tantas pruebas a su lado que sin lugar a dudas, cuando ella le propuso vivir juntos, él lo aceptó sin poner ninguna condición y sin pensar en los efectos colaterales que una decisión como esa traería. La idea de independizarse de la casa de sus padres llevaba un buen tiempo orbitando en su cabeza así que la oportunidad le caía como anillo al dedo y si a eso le sumaba el hecho de convivir con ella como lo hacen las parejas normales, la vida se le hizo sencilla así y se adaptó a todo. Sin embargo, unos meses después las cosas empezaron a complicarse y cuando aterrizó en la incómoda realidad, se dio cuenta que ese no era su hogar y que el anterior al lado de sus padres tampoco se percibía como uno.
Durante la cena me contó que se sentía sin lugar en el mundo, sin arraigo, sin casa. La relación con su novia pasaba por momentos difíciles y él estaba entiendo al fin que el amor no es todo y mucho menos si es más fuerte de un lado que del otro. Ella había empezado a tomar un tono benevolente para dirigirse a él y esto más que un acto de amabilidad, era como una patada en el estómago. No tenían quince años y ella estaba arrastrándolo sin querer hacia sus propios abismos personales, sintiéndose lo suficientemente culpable para afrontarlo y decirle en la cara que le daba tristeza no poder quererlo como él merecía, pero que tampoco estaba segura de lo que quería realmente.
Era curioso para mí que estuviéramos en este punto álgido de nuestra historia tratando de poner en perspectiva la vida del otro y entender que aunque los escenarios eran diferentes, los dos necesitábamos exactamente lo mismo: respuestas concretas que nos sacaran del letargo y nos permitieran avanzar con nuestras vidas, con o sin las personas que amábamos. Si yo estuviera en otra situación, seguramente lo hubiera regañado y le habría insistido en dejar a esa mala mujer que tanto lo lastimaba. Él, de la misma forma estaría diciéndome que irme a buscar al que para ese momento consideraba mi amor de la vida era una locura, a menos que regresara a casa con la vida definida y con sentencias puntuales sobre dónde estamos parados y en qué dirección va esta relación, si es que va a alguna parte.
Pero no, ahí estábamos los dos dándonos paliativos y apoyándonos con palmaditas en el hombro porque el rabo de paja no nos dejaba caminar. El uno compadecía al otro y viceversa porque en nuestra concepción de las relaciones humanas, la historia propia siempre será más difícil que la de los demás y como un efecto placebo usamos las dificultades del otro para pensar que lo nuestro podría estar peor. Para él, yo por lo menos no tenía que ver todos los días al que me robaba el sueño y eso era una gran ventaja mientras que para mí, él por lo menos podía estar con ella todas las veces que quisiera y eso era algo que a mí la distancia no me permitía.
Y así nació la Delegación de la Dignidad Sentimental, un grupo de personas con vidas paralelas a las nuestras que tratan de encontrar un equilibrio entre ver los toros desde la barrera y enfrentar las tormentas que llevamos dentro empezando por encarar nuestros demonios y asumir las riendas de nuestras relaciones para disminuir el influjo de quienes amamos y restar el poder de sus actos sobre los nuestros. Entre los preceptos que nos inventamos en esta curiosa delegación se encontraba la negación absoluta a renunciar para no dejarles tan fácil el camino, —pues no es justo que nosotros tengamos que hacer todo el trabajo, especialmente el sucio—, y tener la capacidad de sentarse con un café en la mesa a ponerles los puntos sobre las íes porque no estamos dispuestos a seguir llevando una vida llena de inseguridades y arenas movedizas bajo los pies. Pajazos mentales de campeonato, por supuesto.
Aquel viaje era mi primera misión y fallé de la manera más funesta porque en cuanto los ojos del quincuagésimo primer se encontraron con los míos olvidé por completo la contundencia de los estatutos que nos regían en la Delegación y sucumbí ante la idea de un amor bonito e irreal que me hiciera olvidar el tiempo, la distancia, el espacio, el precio del dólar o del barril de petróleo. Sabía que al regresar tendría que explicar mi fracaso, pero eso ni siquiera fue necesario porque cuando volví a reunirme con mi amigo en pro de narrar la anécdota completa, me confesó que ese fin de semana él también había dejado la dignidad en la puerta y no tenía cara para plantarme así que a asumimos que nuestra delegación no tenía mucho futuro porque la dignidad era más un eufemismo que algo para rescatar.
Nos reímos, aunque en el fondo era algo triste y un poco preocupante. Necesitábamos la contundencia que el romance de ensueño no deja salir a flote, pero mucho más nos urgía ese romance para tranquilizar el alma. En definitiva y como pasa en la mayoría de nuestras charlas, no llegamos a ninguna conclusión así que decidimos fijar unas fechas y ver cómo fluye la vida hasta que el último rezago de dignidad que nos quede se haya convertido en material para un nuevo desvarío.
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