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… mientras sigamos descartando un tomate por su forma, una manzana por su tamaño o un plátano por su color, el uso de agroquímicos seguirá siendo la regla para crear alimentos estándar. Y lo orgánico, libre de químicos y natural, solo será una excepción excluyente, costosa, rara y nada rentable para los campesinos de nuestro país.

Hace tiempo había contemplado escribir acerca de los pesticidas. Primero lo pensé cuando se volvió a hablar (e implementar) la fumigación de ilícitos con glifosato en Colombia. Lo más absurdo era creer que hacer fumigaciones con drones iba a reducir los daños…

En un segundo momento el tema volvió a surgir cuando empecé a ver opciones para eliminar la ‘maleza’ del lote que adquirí hace unos meses. Muchas de las recomendaciones se dirigían, o finalizaban cuando se mencionaba el Roundup (nombre comercial del glifosato). Claro, no tenía sentido para mi buscar vivir en el campo de una manera diferente, con prácticas tan invasivas como atacar químicamente la tierra, sin conocer de fondo las consecuencias que eso tiene. No lo hice, por supuesto.

Pero, finalmente, lo que me llevó a escribir esta entrada fue, curiosamente, la temporada de vacaciones que acaba de pasar. Esa bella época en la que nos tomamos selfies en el campo, vemos inmensos cultivos mientras viajamos por carretera o sentimos el olor de la plantas y la tierra… para quienes lo perciban.

Porque hace unas semanas, como parte de mis vacaciones, tuve la fortuna de conocer a un campesino que me presentó su cultivo de habichuela. Este alimento, tan utilizado en nuestra gastronomía, tiene un crecimiento rápido (cercano a los 75 días) y su producción es muy eficiente. Entendiendo la eficiencia en términos de tamaños similares, formas homogéneas, altas cantidades por planta… lo que usualmente buscamos cuando las compramos.

Sin embargo, mientras caminábamos entre las filas de habichuela aún sin cosechar, y en medio de lo inmenso que se veía el terreno, varias canecas azules me llamaron la atención. Al preguntarle, me explicó que estas eran utilizadas para mezclar y aplicar los pesticidas necesarios para evitar las diferentes enfermedades y plagas que se pueden presentar en esta verdura. Nada grave, pensé. Es normal la fumigación con este fin, pero cuando le pregunté sobre el proceso de fumigación, mi idea utópica del campo empezó a cambiar.

Recuerdo que cuando trabajaba como periodista en la Universidad Nacional, escribí un artículo que generó alto impacto en el país (alguna vez recibí incluso un mensaje por ese artículo desde los Montes de María), sobre los procesos de fumigación de la papa en la sabana de Bogotá. En este, un artículo muy serio y sustentado en la investigación de expertos, se evidenciaba, entre otras cosas, que las cantidades de componentes tóxicos presentes en los tubérculos que consumimos en Bogotá supera, enormemente, los limites de riesgo para consumo humano. Esto, consecuencia de la alta cantidad de pesticidas aplicados, la frecuencia y, sobre todo, la mezcla de productos tóxicos que se hace con el fin de aumentar su eficacia.

(Lea: Detectan exceso de químicos en cultivos de papa)

Por eso, mientras escuchaba que la fumigación de la habichuela se hace cada semana, o más según sea el caso, que 200 mililitros de los químicos utilizados deben ser mezclados en 1 caneca completa de agua (imaginen el nivel de toxicidad) y que en algunos de los trabajadores se suelen presentar casos de “gripa, fiebre y tos” luego de la fumigación, solo podía pensar en las veces que mi familia, mis amigos y en general todos, hemos comido habichuela, papa, o cualquier alimento fumigado de esta forma, sin saberlo.

No quiero ser alarmista, ni mucho menos juzgar a quienes cultivan nuestros alimentos. Sería lo mas tonto e irresponsable. Tampoco quiero satanizar el uso de pesticidas (aunque se siga demostrando que técnicas como la alelopatía aumentan la defensa de las plantas) como una vía para que los campesinos logren alimentos bajo ‘estándares’ que puedan ser vendidos, al precio que defina el mercado mayorista, para sobrevivir. Ni mucho menos quiero incitar a no comer habichuelas.

Lo único que pretendo es invitar a pensar que, así como durante las vacaciones nos deslumbramos con la magnitud de los cañaduzales y platanales en el Valle del Cauca, con los cafetales en el Quindío, con los arrozales en el Tolima, o con los diversos cultivos del país, estos tienen procesos químicos (algunas veces más responsables que otras) que terminan en nuestros platos cada día y que, para el caso del glifosato, por ejemplo, ya se ha demostrado que tienen consecuencias directas y muy negativas para los seres humanos.

Lo más importante es que la responsabilidad no es de los productores, sino de los consumidores, porque mientras sigamos descartando un tomate por su forma, una manzana por su tamaño o un plátano por su color, el uso de agroquímicos seguirá siendo la regla para crear alimentos estándar, y lo orgánico, libre de químicos y natural, solo será una excepción excluyente, costosa, rara y nada rentable para los campesinos de nuestro país.

Es una tarea difícil cambiar nuestros paradigmas, pero ya que empezamos la época de nuevos propósitos, ¿qué tal si intentamos buscar productos menos ‘lindos’ y más sanos?, no solo por salud, también para promover la producción de alimentos cada vez más responsables y una economía campesina más saludable con los productores, los consumidores y la tierra.

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