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Si los Mayas, los Aztecas y los Muiscas tenían algo en común era la posibilidad de ver que, año tras año, las cosechas orientaban sus civilizaciones y guiaban el rumbo de sus organizaciones: Los mercados, las ceremonias, los rituales, el orden social…

Todo hacía parte de un establecimiento que, tan natural como la intervención antropológica sobre la producción del maíz, se establecía de acuerdo con los tiempos que se deben aceptar y que son precisos para obtener un fruto tan ancestral.

Lo menciono porque hace meses, o más bien luego de la semana santa, como se suele contar el tiempo en el campo, hice mi primera siembra que, tras pensar en mil posibilidades, tiempos y desplazamientos, fue de maíz. Cada vez menos mítico, menos sagrado y más transgénico. Pero el primero.

Y desde ese entonces la espera se convirtió en ondas de emociones que pasaron por la intriga, la ansiedad, el desencanto y, finalmente, la alegría. Porque es muy duro pal’ citadino pensar que el fruto de tanto trabajo, de preparación del terreno, de siembra, de limpieza, de viajes, de riego, entre otros, solo se vería reflejado luego de varios meses. Porque querámoslo o no, estamos acostumbrados a que todo pase de inmediato, a un clic. Y cuando me refiero a todo, eso incluye la comida, el dinero, el amor, o el divorcio, si es preciso. Pareciera que si las cosas no pasan de inmediato, no sirven. Pero lo importante tarda, a veces meses, como el maíz; quizás años, como la vida misma.

Sin embargo, el objetivo de esta entrada no es trascender mucho sobre la relatividad del tiempo ni de las circunstancias que nos limitan como especie. Lo que hoy quiero compartirles es que luego de lo que fue solo una idea, por fin empecé a ver los resultados.

Debo advertir que esta entrada fue escrita en lo que podría describir un antes y un después, así que presento excusas por el salto temporal. Antes del covid, por supuesto, y ahora después de una segunda cosecha, de un nuevo trabajo, del encierro, de una separación, de lágrimas incalculables, de dolor, de mejoras económicas, de decepción y finalmente, de tranquilidad. Una mezcla que, aunque parecía sin sentido, hoy encuentro más coherente.

Retomo esta entrada desde el punto en la que la dejé antes de que todo sucediera y lo hago ahora que parece haber pasado. La frustración se ha vuelto comprensión, el dolor aprendizaje, el llanto excepción y no regla, y sobre todo, aunque suene pretenciosos, sabiduría… una sabiduría que parece tan natural y repentina como los primeros visos de las plántulas, las primeras flores del cultivo o la primera ronda de recolección de la cosecha. Esa que parecía que no llegaría, que a pesar del esfuerzo no se veía, pero que, sin pensar, un día empezó a tener una nueva luz, una nueva hoja, un nuevo tallo o simplemente, nuevas emociones de esperanza, de motivación, incluso de fe.

Luego les contaré sobre la venta de la cosecha (una experiencia no tan emocionante) pero por ahora les comparto la reflexión, quizás romántica e ilusoria de lo que un simple contacto con la tierra y algunas horas de encierro obligatorio pueden dejar. Quizás esta vuelta a lo básico que nos obliga a replantarnos, a esperarnos y a crecer, como lo hizo mi primera cosecha.

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