Muchos años después, en el pelotón de fusilamiento, los colombianos recordamos el día en que conocimos la violencia. Posiblemente, este amalgama le recuerde al inicio de Cien años de soledad, uno de los fragmentos más recordados de la literatura latinoamericana y, sin duda, uno de los que más refleja la realidad que vivimos día a día en el país. Ilusamente y como si no nos conociéramos, todavía aparentamos sorpresa ante la violencia o mejor, como diría Stephen Ferry, ante la ‘violentología’ que sufrimos como país. Tristemente, Colombia siempre ha sido el laboratorio de todos aquellos sociólogos que buscan entender la violencia como un comportamiento arraigado al ser humano y es que cómo no, si hemos tenido cualquier fenómeno de violencia posible, en los 60s y 70s la aparición y desarrollo de las guerrillas y en los 80s la explosión del narcotráfico y con eso el paramilitarismo.
Pocas frases son más acertadas que la de Bunshell cuando afirma que Colombia es una nación a pesar de sí misma. A pesar de tener disidencias, paramilitares crimen organizado y rutas estratégicas del narcotráfico, Colombia había tenido considerables avances económicos en los últimos años. Antes de la pandemia (2020), el crecimiento económico había sido una constante, entre el 2005 y 2018 el PIB había crecido a una tasa promedio anual de 4,1 %, muy por encima de la región (2,6 %) y más del doble de la tasa de los países de la OCDE (1,8 %). Lo anterior, a pesar de los golpes externos como la caída de los precios del petróleo con la que la nación perdió de un plumazo casi del 20% de los ingresos fiscales.
Ahora la realidad es distinta e indudablemente esas cifras ya no corresponde a la de un país que tiene data de crecimiento constante y prosperó a pesar de estar plagado por el mal de la violencia y el conflicto. Actualmente y según la cifra más reciente del Dane, la pobreza monetaria en el país escaló llegando al 42,5 %, esto implica que el país tiene ahora 21 ‘021,564 personas que viven con un margen de ingresos entre $0 y $331.688 pesos. Igualmente, el crecimiento económico proyectado en el PIB se contrajo en 6,8% en 2020 y el Banco de la República estimó que para el primer trimestre del 2021 caerá en 0,3 %.
Con el aumento de la pobreza, con el desempleo juvenil como lastre y, sobretodo, con la ceguera y apatía permanente que maneja el Gobierno Nacional, se completa perfectamente el incendio para un estallido social como el que el país está viviendo. Si bien la mecha que encendió el fósforo fue la reforma tributaria, las peticiones del paro nacional corresponden a una deuda histórica que estaba mermando con elementos como el proceso de paz -y todas sus aristas-, presencia estatal a través de la provisión de fuerza pública en los territorios y programas como la sustitución de cultivos ilícitos entre otros.
Con el retiro de la tributaria, con el revolcón al interior de Hacienda y con la apertura de diálogos por parte del Gobierno Nacional, solo queda sobre la mesa de negociación el pliego de peticiones del Comité del Paro -que al día de hoy no se conoce por quién está integrado-. Echando números y de nuevo, sin color político, implementar las siete peticiones que se incluyeron en el pliego, entre ellas matrícula cero y no alternancia educativa, no privatizaciones y derogatoria del decreto 1174, renta básica de un salario mínimo mensual y subsidios a mipymes, tendría un costo fiscal aproximado de 81,5 billones, según La República. La reforma tributaria, que era atrevidamente ambiciosa, pretendía recaudar alrededor de 21 billones de pesos (apenas 25 % del costo fiscal de las peticiones del Comité del Paro).
Nuevamente, sin color político, hay que reconocer que las peticiones exceden la capacidad de gasto público del Estado. Si realmente el Comité del Paro busca hacer un cambio de país las peticiones deben ser netamente de orden político y no fiscal. En ese sentido las peticiones deben estar orientadas a una reforma a la fuerza pública que contenga un componente fuerte de educación de Derechos Humanos (no negociable), una reforma a la justicia en donde se acabe el carrusel clientelar que caracteriza a la rama judicial y también un espacio de diálogo permanente entre la presidencia de la República (no el Ministerio del Interior) y grupos sociales, entre otras.
El país sí se puede cambiar con diálogo permanente, pero necesariamente con ideas aterrizadas a la realidad fiscal. Indudablemente, tiene que existir una respuesta del gobierno ante las altas cifras de pobreza, desempleo y decrecimiento del PIB, pero también para que el Estado pueda responder, es necesario hacer reformas estructurales a su arquitectura institucional primero.
Ponga los pies sobre la tierra y échele número sin color político.