El 25 de diciembre de 2009, mientras las luces navideñas iluminaban cientos de calles alrededor del mundo, Umar Farouk Abdulmutallab, pasajero del vuelo 253 de Northwestern Airlines que viajaba de Nigeria a Detroit, encendía algo más que luces: 80 gramos de pentaeritritol tetranitrato, un explosivo altamente letal que, de haber tenido éxito, habría causado la muerte de 289 copasajeros mientras sobrevolaba Canadá. Ocho días antes, Umar pagó en el aeropuerto de Lagos, en efectivo, $2.831 dólares por el tiquete de ida de Nigeria a Detroit, con escala en Ámsterdam. En la era pos-9/11, ¿quién en su sano juicio paga un tiquete de un lado del mundo al otro en efectivo? O mejor, ¿quién se atrevería a perder tantas millas? Esta transacción expone una verdad incómoda: el efectivo es costoso y dañino a nivel societal.
El efectivo, como medio de pago, genera pérdidas de eficiencia que van más allá de lo económico. Esa misma “invisibilidad” que le habría permitido a Umar volarle la cabeza a 289 personas es la misma que alimenta el contrabando, la corrupción y el crimen organizado en el país.
A Colombia le gusta el billete, de manera literal. En nuestro país, el efectivo domina como medio de pago con un 60 % de participación, seguido por la tarjeta con un 15 %, y PSE y otros medios de pago con el restante. Sin embargo, a pesar de su dominancia, el efectivo genera en Colombia, según datos de Fedesarrollo, un costo de $14,2 billones de pesos al año (0,97 % del PIB). Para ponerlo en perspectiva, $14,2 billones de pesos equivalen al 20 % del presupuesto de educación en Colombia.
¿Por qué es tan caro? El transporte blindado, los escoltas y los seguros para custodiar la repartición del efectivo en comercios, cajeros y hasta bóvedas bancarias generan un costo. Pero, mucho más allá de esto, la no trazabilidad inherente al efectivo permite que el contrabando, el crimen organizado y la informalidad laboral —fenómenos que caracterizan a Colombia— permanezcan de manera sólida.
Por otro lado, se encuentra su contraparte: los pagos electrónicos, como las tarjetas, Nequi, Daviplata y, pronto, los pagos cuenta a cuenta a través de Bre – B. Los medios de pago electrónicos reducen los costos operativos del manejo del efectivo, formalizan la economía —lo cual no es un reto menor en Colombia, donde la informalidad alcanza niveles del 60 %— y hacen que las transferencias monetarias entre personas, e incluso de gobierno a personas, sean transparentes. Pero, mucho más allá de esto, permiten invertir en sectores clave y avanzar como sociedad hacia una más formal, transparente y, con seguridad, más educada.
A pesar de que el país tiene una preferencia por el efectivo, la digitalización de la sociedad —y, por ende, de los métodos de pago— es inevitable. Muchos hablan de una sociedad cashless, pero más que eliminar el efectivo, el verdadero objetivo debe ser construir una sociedad less-cash: una en la que los pagos digitales no sean una rareza urbana —¡ni rural!—, sino una herramienta cotidiana y accesible para todos, desde el campesino que vende su cosecha hasta el tendero de barrio. Avanzar hacia esa visión no solo optimiza costos: formaliza empleos, mejora la recaudación fiscal, fortalece la seguridad, pero, sobre todo, abre la puerta a un país más justo, más eficiente y más equitativo.