Naturalmente este espacio siempre se ha tratado de economía. De masticar conceptos, ideas y discusiones complejas para que cualquier ciudadano de a pie, pueda digerirlos. No por nada, el nombre es Economía al Tablero. En razón de esta tarea, se ha obviado muchas veces el terreno movedizo de la política. Sin embargo, con la amenaza institucional que hoy instiga y representa por sí mismo, el Presidente de la República, es imposible hablar de lo habitual -o de cualquier otra cosa-, sin advertir y adherirme a las docenas de artículos, análisis de opinión y escritos que hace el periódico El Tiempo y los demás medios nacionales, sobre el riesgo que representa el decreto de la Consulta Popular.
Gustavo Petro es paradójicamente, uno de los más grandes beneficiarios de la democracia, en al historia de Colombia. Su trayectoria política fue posible gracias a las garantías de un Estado de derecho que lo acogió tras la desmovilización del M-19. Inició como concejal, luego como congresista, y finalmente llegó a la Alcaldía de Bogotá y la Presidencia de la República. Nuevamente, por la vía legítima del voto. Esa es en esencia, la promesa y premisa de la democracia colombiana: Transformar la confrontación armada en debate institucional, canalizar el disenso a través de la ley y no de la fuerza.
Sin embargo, en el poder, Petro ha demostrado una inconfundible y peligrosa repugnancia hacia los mismos principios que hicieron posible su ascenso. Nuestro sistema institucional había parecido ser lo suficientemente resistente durante estos tres años ante sus excesos, pero el ‘decretazo’ es la tapa. Convocar una consulta popular para allanar el camino hacia una Constituyente a la fuerza, rompe de manera brusca y grosera, con los límites de la legalidad. A diferencia de la Constituyente de 1991 que no se hizo contra nadie, la que plantea Petro es contra Colombia. Contra el Congreso que le niega de manera vehemente sus reformas. Contra las Cortes que han marcado los límites una y otra vez. Contra los medios, los empresarios, los organismos de control y hasta contra los electores que lo hicieron elegir.
Esta violencia actitudinal, disfrazada de activismo por la justicia social, es en realidad un desprecio sistemático por los cauces institucionales. Y ya no es solo una amenaza discursiva o jurídica: es una atmósfera que habilita la radicalización. Es en este mismo contexto que ocurre la tragedia de Miguel Uribe. Es claro que Petro ha abonado el terreno para una política entendida como campo de batalla, donde el adversario se convierte en enemigo y la Constitución es solo un papel que estorba.
Al final del día, no es —y nunca fue— Petro vs. las élites, ni Petro vs. la burocracia, ni siquiera Petro vs. la corrupción, como intentó hacernos creer. Es, simple y llanamente: Petro vs. Colombia.