Tendría algo así como seis años cuando las vi por primera vez. Me dieron miedo, tal vez por una extraña asociación libre cuya procedencia no logro determinar, aunque bien puedo rastrearla en algún largometraje de aquellos de lunes festivos de los 80 en los que aparecen grandes edificios de 20 pisos, atiborrados de ladrillo decolorado, habitados por urbanos delincuentes y demasiado oscuros en la noche como para ser habitables.
Supongo que mis pueriles instintos y mis nulas nociones de arquitectura me hicieron pensar en lo que yo creía es el Bronx o Queens, que por cierto no se asemeja en nada a lo que en realidad son el Bronx o Queens, en algunos tramos sectores residenciales muy agradables en la actual Nueva York.
El caso es que, bien fuera por morbo o por alguna sensibilidad urbanística oculta en alguna parte de mi infancia, cada vez que visitaba el centro ferial cercano imaginaba qué clase de seres podrían vivir ahí y cuán propicia podría resultar la locación para hacer una buena película de terror. Pude comprobar con el tiempo lo poco acertado de mi percepción cuando, por casualidad fui a uno de los apartamentos allí dispuestos para contratar a una diseñadora gráfica que ahí residía. Era un lugar contrario a lo que mis prejuicios me habían señalado.
Iluminado, acogedor, bastante divorciado el interior de sus departamentos de los pasillos, corredores y aparcaderos. En suma: un excepcional conjunto de vivienda cuyas características bien podrían ser envidiadas por los que hoy se vanaglorian por su funcionalidad y atractivos.
La verdad es que durante los 30 y 40 Bogotá se enfrentó al reto de convertirse en una ciudad moderna, y de organizarse de forma decente y metódica, respondiendo a la urgente exigencia de hacer de sí misma un lugar cuyo territorio se encontrara perfectamente delimitado, sectorizado, y que toda en conjunto pudiera satisfacer los requerimientos de quienes, para bien o para mal la habitaban.
Una de las grandes figuras de la arquitectura invitadas a rediseñar esta nueva ciudad, ciudad que a la postre nunca llegó a existir, fue el austriaco Karl Brunner, quien diseñó el primer plan de desarrollo urbano para la ciudad y que además fue el responsable de lo que, al menos en principio, fueron lugares como San Luis, la gran Avenida Caracas, el barrio El Campín, y el Bosque Izquierdo. Los planes de Brunner no se ejecutaron por causa de los intereses de muchos hombres influyentes en la ciudad, quienes veían sus planes amenazados por sus propuestas. Brunner partió deprimido en 1947, mismo año en que Le Corbusier llega.
Su propuesta estaba fundamentada en edificaciones prácticas, con poca ornamentación, pero —sobre todo —, en un absoluto desprecio al pasado, pues el propósito al final era construir la ciudad del futuro. Su plan también fue desdeñado, pero hoy sobreviven vestigios de esa doctrina en edificaciones como las 23 torres del Centro Antonio Nariño, construidas durante el periodo 1952-1953 y promovidas por el entonces ministro de Obras Públicas, Jorge Leyva. En suma fue uno de los primeros intentos modernos por dotar de un centro de vivienda altamente funcional a la clase media bogotana. Hoy, por fortuna, son un monumento nacional.