Más allá de lo prosaica que pueda resultarnos la antaño mal llamada Atenas Suramericana, y de lo poco inspiradora que ésta llegue a aparecernos como escenario para una buena novela, hay grandes, o algo muy parecido a grandes obras en donde esta capital ciudad ha sido protagonista.

 

 

La siguiente selección, como todas, es digna de ser discutida, destrozada, criticada e invalidada.

 

Después de todo se debe a mi nada imparcial y caprichoso criterio.

 

Espero, no obstante, se me reconozca el haberlo dicho con la antelación y claridad suficientes como para no ser sometido a inmorales y engorrosos tribunales pro-objetividad.

 

Son seis libros porque, sin entrar en honduras cabalísticas o numerológicas, el 6 es tal vez el más réprobo de los digitos. Eso dicen Apocalipsis y La Profecía… y los milenaristas.

 

Podrían, y podrán empero ser siete u ocho, o 23, así que me abstengo de entender esta compilación como un ente dictatorial e inamovible.

 

Estos son, sin mayor circunloquio, fragmentos de los cinco libros bogotanos de mi pre y postdilección. Sé que resultan largos… pero son grandes textos… y no son míos…

 

  1. Espárragos para dos leones, Alfredo Iriarte, 1999.

 

No conozco a la fecha obra bogotana mejor escrita y más dotada de finos calambures y de giros verbales y semánticos ingeniosos.

La ciudad es San Antón de Tibzquillo, capital de la República de Palumbia. Frustrante es que el dios de las letras haya reclamado para sí el alma de Iriarte sin haberle conocido:

 

“ ‘Gracias a este hombre ilustre, casado, como ya lo viste, con una Ponce de Alfaneque, eres el más opulento y aristocrático de los palumbianos’ , repitió doña Amalasunta. Y siguió diciendo: ‘Desde la muerte de don Gundían hasta hoy, no ha habido día en que no se haya oficiado una misa en la Capilla Esparragoza, sobre la nave derecha de la Catedral, donde se yergue el mausoleo que tú visitaste esta mañana, con dos intenciones esenciales: la primera, el eterno descanso de su alma; la segunda, agradecerle el infinito beneficio que nos hizo fundando la ciudad a 3.200 metros sobre el nivel del mar, en este altiplano saludable y frío que es como un alcázar inexpugnable que nos aísla de la tierra caliente con sus caimanes, mosquitos, arañas y serpientes y su guacherna de piel tiznada que apesta a catinga y habla a gritos…’ ”

 

  1. Sin remedio, Antonio Caballero, 1984.

 

Si nos olvidamos de la guayigolización de la que la novela ha sido, como muchas otras de su jaez, indefensa víctima por parte de remedos de malditos poetas en procura de caminar las calles de una también maldita ciudad con bufandas y gorras guindadas en sus cuerpos antideportivos, hay mucho de obra maestra en sus páginas, que no merecen maldición alguna:

 

 “Al parecer llovía en todo Bogotá, con una lluvia fina que iba royendo el asfalto, que borraba en el cielo el resplandor de los anuncios luminosos, que dejaba una baba resbalosa en el cemento gris de las aceras. Montones de basuras fermentadas se disolvían bajo la lluvia, soltando bocanadas de vaho tibio. La carrera 13 era un corredor de agonía, un encajonamiento de luces de neón surcado por los buses que pasaban iluminados como altares en la semana santa, con las puertas abiertas, despidiendo un hedor ácido de cuerpos humanos fermentados, de ropas empapadas, desgranando en las esquinas racimos de pasajeros que quedaban hundidos hasta las corvas en los charcos mientras se protegían el pelo con hojas de periódico.”

 

  1. Don Simeón Torrente ha dejado de… deber, Álvaro Salom Becerra, 1969.

 

En este puntual caso la dolencia padecida es aquella que aqueja a  los textos escolares, dignos de ser incinerados en solemne quema de cuadernos a fin del periodo lectivo. La historia de don Simeón torrente debería correr con mejor suerte que la de ser eterna visitante de comprensiones de lectura.

Es un retrato muy cómico de la Bogotá de principios de un siglo que ya es pasado. Lastimoso es que las ediciones de Tercer Mundo parecieran hacer honor a su nombre, descuadernándose con tan triste e inevitable facilidad:

 

“El tren de las 10 a.m. salió, naturalmente, a las 11 de la Estación de la Sabana. Fontibón, Mosquera, Madrid… El convoy avanzaba a la velocidad de la Justicia colombiana; cada vez que el maquinista tenía necesidad de pitar, detenía la marcha, afin de que la locomotora recobrara el aliento. En Facatativa los desposados saborearon unos masatos; en Zipacón sendas presas de gallina; en La Esperanza unas arepas y en San Javier dos tajadas de piña. Y al fin, a las 8 y 13 p.m. llegaron a Tocaima. En la estación, Simeón preguntó cuál era el peor hotel de la localidad y, habiéndosele informado que era el de la señora Natividad Corchuelo, allí se dirigió sin vacilar acompañado, como es obvio, de Librada. Comieron, dieron un paseo por la plaza, orinaron, rezaron y se acostaron…

 

(Y como la misión de un novelista decente no es la de espiar por el ojo de la cerradur para transmitir a la manera de un locutor deportivo, todo lo que ocurre en la alcoba de unos recién casados, el lector queda en libertad para que dé rienda suelta a su imaginación, evitando, eso sí, que la peligrosa bestia se desboque y lo arroje a los morbosos abismos de Adler (…)”.

 

 

  1. Delante de ellas, Gonzalo Mallarino, 2005.

 

Gran hombre es Mallarino. Seguidor entusiasta de la historia de su ciudad. Buen poeta. Narrador apasionado. Sus relatos están salpimentados de pistas y alusiones históricas. Obsesionado como nadie con las fiebres puerperales, los tubos de Mouchotte y las parturientas. Los dos volúmenes iniciales de esta obra, que unidos a un tercero formarán un todo, mantienen clima de  constante tensión y señalan una peculiar sensibilidad enmarcada en una narrativa a partir de frases cortas:

 

“La cosa es que nos fuimos para Soacha ayer sábado (…) Iba yo mirando por la ventanilla y pensando en cómo ha cambiado Bogotá por estos lados. Todavía quedan algunas haciendas y potreros con eucaliptos altos (…) Pero ha cambiado todo ya y no se ve para qué. Han llegado fábricas y canteras y curtiembres y el aire ya no huele limpio como cuando venía de las ramas de los árboles. Nuestro campo ha ido dándoles paso a las cosas de la ciudad y tal vez hemos perdido mucho. Bosques y ríos limpios. Páramos y pinares y potreros donde hasta hace sólo 20 años pacían los hatos de ganado. Y todo esto sin que a cambio disfrutemos de las llamadas comodidades de lo moderno. Viendo esto se piensa que a nadie le incumbe en qué va a parar Bogotá”.

 

  1. Hombres sin presente: Novela de empleados públicos, José Antonio Osorio Lizarazo, 1938

 

Pese al posible mamertismo que podría imputarse a su obra, hay pocos retratos tan cercanos al discurrir cotidiano de las clases medias colombianas en la primera mitad del siglo XX que aquellos consignados por Osorio Lizarazo en sus libros.

La vida de oficina y de hogar descritas en Hombres sin presente, aparte de las obvias variables en conmutadores y hornos microondas, sigue siendo tan miserable como en aquellos lejanos 30:

 

“Por las puertas de la casona colonial que ocupa el Ministerio van fluyendo hacia la calle, en una corriente apresurada, los funcionarios. Salen con afán, anhelantes de recuperar sus fuerzas, de disfrutar el placer bestial que produce la digestión, de introducir un poco de calor en el cuerpo agobiado, más por la cantidad de trabajo, por la pesadumbre de esa monotonía trivial donde todo se ha hecho forzosamente, sin iniciativa ni empeño.

 

Las calles de la ciudad los van devorando. Marchan con inquietud, olvidados de su parsimonia convencional, asaltan los vehículos que los han de llevar hasta el distante domicilio…”

 

 

  1. Los Elegidos, Alfonso López Michelsen, 1954.

 

Acoto, por supuesto, que no soy de aquellos que se “ponen a pensar” cada vez que López habla, pero escindamos al escritor del político y leamos esta verbalización acertada del híbrido neorriquismo criollo.

Necesario es decir que unos 24 años después de su publicación el mismísimo López sería un “elegido” en el absoluto sentido del término, porque elegido ya estaba desde su llegada al terreno mundo:

 

“La Navidad estaba próxima (…) Yo me entretenía, a mi manera, deteniéndome a contemplar en las tiendas más modestas los pesebres quiteños y los nacimientos destinados a celebrar aquel diciembre a la antigua usanza castellana, con unos cantos semi-religiosos que llaman villancicos, y unos bizcochos secos, envueltos en miel que llaman buñuelos. Unos metros más adelante, en los almacenes de lujo con nombres anglosajones como Brummel, El dandy, Oxford, decorados con pinos y bombillas de colores, se anunciaba al viejo Santa Claus, en un escenario de nieve, renos y trineos, que nunca se ha visto en el trópico. ¡Era un cuadro tan extraño frente a las tradiciones del país y a sus condiciones geográficas como una pintura que representara una orquídea en lo alto del Matterhorn!”

 

Como al empezar lo puse de manifiesto, El Blogotazo espera sugerencias nuevas para enriquecer este hexagonal listado.