Cada una de las placas de nomenclatura exhibidas por las bogotanas esquinas es un divertido testimonio de desorden…

Tal como ha ocurrido con los colores de la casaca nacional lucidos por el balompédico combinado criollo, que son un claro reflejo del errático manejo del que nuestro fútbol ha sido objeto, la nomenclatura bogotana es fiel muestra de la poca consistencia manifestada por las distintas administraciones en estos 468 o 467 años de historia.

 

¿Cuántos de entre los habitantes de este suelo sabanero sabemos, por ejemplo, que la actual Calle 24, entre carreras 5 y 9, fue una vez llamada Calle de los Muiscas?

 

¿Quién tiene claro que la Calle 14 entre carreras 8 y 9 era antaño conocida como Calle de San Narciso?

 

Es de reconocer el esfuerzo de entidades como la Corporación La Candelaria, la Fundación Corona o el Instituto de Cultura Hispánica por ponernos al tanto de ello, a través de mármoles rectangulares, que por desgracia y debido al inexorable tiempo, más parecen cubiertas de sepulcro, o de baldosas blancas que a su vez terminan por recordar azulejos cuadrados de cuartos de baño.

 

Se ha dicho muchas veces que la subdivisión urbana capitalina, tal como hoy la conocemos, e implementada a principios del siglo XX, es la envidia de las grandes ciudades del mundo. Que es la mejor de cuantas soluciones se han propuesto en el mundo para orientar a quien las recorre. Y es que eso de las calles con nombre propio tiene su arista compleja. Resulta más preciso vivir en la Calle 70 No. 7-90, que en el No. 14 del Boulevard Poissonnière. ¿No?

 

Dividida en calles, carreras, diagonales, avenidas y transversales, además de las conocidas complicaciones que supone la existencia de aquellas llamadas bis, este u oeste, nuestra nomenclatura suena bien organizada, al menos en teoría.

 

Lo anterior es de discutirse. Sobre todo por quienes, por ejemplo, hemos tenido la desgracia de tratar de ubicar algún predio en las inmediaciones de Palermo o La Soledad, sectores en donde la numeración tiene todo de arbitraria. Hay Calle 46 y Avenida 46. Hay Carrera 22 y Avenida 22, o Avenida Calle 22.

 

Ahora bien… ¿Qué nos hace tan proclives a recordar las cifras con tanta precisión y a olvidar los correspondientes nombres? Nombres de próceres, nombres de ciudades, y nombres también de desconocidos personajes de dudosos méritos, son monumentos que yacen en placas de pintura craquelada y herrumbrosa.

 

El tramo más largo de la Carrera 7, se llama Avenida Alberto Lleras Camargo. La Avenida 127 (que por cierto no es Avenida 127, sino Calle 125A) fue alguna vez bautizada Avenida Rodrigo Lara Bonilla. La Autopista Norte lleva por nombre Avenida Paseo de los Libertadores. La Calle 19 es la Avenida Ciudad de Lima. Y nadie se avergüenza de no saberlo.

 

La Calle 77 se llama, o se llamaba Avenida de México, pero esto no es corroborable, puesto que la placa ha quedado oculta bajo el techo en lona del restaurante de donde cuelga. A contrapelo están las siempre presentes avenidas Boyacá, o Primero de Mayo, o Córdoba.

 

Es obvio que la memoria no es la mejor de nuestras virtudes. ¿Pero careceremos acaso de magia también? No siempre sucede, pero con mucha frecuencia el práctico sentido riñe con la ensoñación y la belleza.

 

¿A quién pudo ocurrírsele, por algo decir, la poco mágica idea de denominar a la estación transmileniuna de la Calle 34 como Profamilia, en lugar de optar por un mucho más sonoro y cargado de peso histórico Teusaquillo?

 

¿O tratar de ocultar, como vertiendo arena sobre un pasado al que muchos consideran vergonzoso, la muy sonora denominación de Calle del Cartucho, por un pretencioso Tercer Milenio?

 

Buen reflejo de tal situación son las placas esquineras de muchas y muy diversas especies y procedencias que suelen cohabitar en una misma tapia.

 

Recuerdo que, en mi temprana adolescencia se intentó reemplazarlas por saetas interpuestas en postes, de color verde y puntas romas que  señalaban con claridad la encrucijada urbana. Creo que en algunos municipios hay algunas similares. En Bogotá jamás las vi de nuevo.

 

En tiempos de Peñalosa, según creo, apareció un modelo, a mi juicio funcional y romántico, en donde al nombre de las calles en cuestión se sumaba, en un aditamento rojo, el escudo de la muy noble y muy leal, así como el nombre de la localidad. Pero eso, como ocurre con muchas iniciativas de uniformidad ciudadana, poco duró. Entre otras razones porque poco después se decidió cambiar números de calles y carreras.

 

Hoy las hay escuetas y oxidadas. Las hay recientes y horribles. Las hay surcadas por una línea roja de prohibido recordar porque los datos han cambiado. También hay ángulos de piedra sembrados en los andenes, la mayoría de ellos fechada en 1967 y erigida bajo el auspicio de la “Junta Cívica”. Todo heterogéneo y asimétrico (no por ello del todo malo), pues sin duda es una prueba más de la mismísima diversidad adyacente al concepto de Bogotá.

 

¿Y qué de importante tiene eso, por cierto?

 

Respondo en un párrafo: “La disimilitud reinante en los marcos de referencia urbanos es consecuencia y causa de esa forma de sentirnos arraigados o desarraigados, miembros o no de esta ciudad, y es testigo en piedra y metal de una historia que, presas de la prisa y el pragmatismo, no nos detenemos a leer”.

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