Crecí en Santa Bárbara, en un apartamento de primer piso, con menos de 100 metros cuadrados. Era… es… un edificio de cinco plantas, con vidrios semioscuros al que bautizaron Alpadi I. Cuando lo vi por la primera de las veces pensé que tenía nombre de cohete, o cuanto menos de misión espacial.

 

En realidad, según pude comprobar luego, era un acrónimo compuesto por la reunión de las siglas de los nombres de las hijas de los constructores. Alicia. Patricia. Diana.

 

No me decepcioné. Yo seguía jugando a que era una especie de cosmonave a instantes de ser lanzada y todavía trato de creerlo.

 

Crecí en la carrera 11, mucho antes de que ésta tuviera dimensiones de avenida, cuando a la altura de la calle 119 el trayecto era cortado por un rústico alambre de púas. Tras éste había un alto aviso amarillo con letras rojas y la genérica frase Urbanización Santa Bárbara Central. Ahí vi volar y caer cometas de agosto.

 

Y allí, antes de la construcción del conjunto residencial Era 2.000, en un Fiat Mirafiori, trató mi mamá, por primera y única vez de enseñarme cómo conducir un automóvil. No lo logró. No lo logramos.

 

Recuerdo que por entonces habría querido habitar otra zona de la ciudad. Mi talante era nostálgico, cercano a un pasado al que no pertenecía. Habría querido seguir viviendo, como antes, en Sears o en Quinta Camacho. Habría querido, tal vez, vivir en Teusaquillo, La Soledad o Palermo, pues desde mi óptica de Beatle fanático quería ser falso londinense. Y a mi cómico modo lo fui.

 

Pero crecí en Santa Bárbara. Y crecí, como ya dije, en Alpadi I. Con Juan Felipe (del 504) jugaba los sábados en un minúsculo parque con piso verde de fieltro, al fondo del corredor.

Los domingos veía llegar a mis abuelitos, y al tío en un Datsun 280 Rojo. Allá fueron Nicolás y Federico y a Fabián a visitarme. Yo los esperaba con la boca adherida a la ventana y un vaho ansioso cuyo reflejo aparecía y desaparecía en el vidrio según aspiraba y espiraba.

 

Crecí yendo a Unicentro por calles y casas tranquilas. Crecí llegando desde el plantel en donde tuve la desgracia de transcurrir mi académica vida, por la calle 127, atiborrada de graffitis de colores fluorescentes y tipografías del momento.

 

Crecí temiendo a esa suerte de pandilleros de clase media alta a los que, todavía no sé por qué, llamaban Bee Gees. ¿Sería acaso por una mala interpretación de Billy Jean, canción sonada por entonces? Entré mil veces con miedo a Uniplay para jugar Space Invaders, y aquí estoy, indemne.

 

Fui buen visitante del Burger King dentro de la sede de almacenes Ley. Sonreía perplejo al ver las suizas navajas y las máquinas de escribir electrónicas, y los proyectores, y los relojes radio y calculadoras de pulso, y las cámaras de video que vendían en Casa Reines, y que nunca compré, aunque ahorraba para ello. Fui a Sears antes de que fuera Casa Grajales, y a Casa Grajales antes de que fuera Casa Estrella.

 

Fui a cine, antes de ser Múltiplex, y vi Maniquí, y Crónica de una muerte anunciada, y Los Goonies.

 

Iba con Andrés a La Pizza Nostra, y tramité un carné del club de cumpleaños de la misma entidad. Nunca hice uso de él. Del mismo modo en que nunca pude ubicarme en la mesa cuya ventana era una especie de mirador hacia Bolicentro. Hay tantas cosas que no pude hacer. Nunca logré, por alguna razón, abrir una cuenta de ahorros para niños en Mi Banco, del Banco de Colombia.

 

Vi una guitarra marca Hondo, fija, por años y años, como parte del mobiliario decorativo fijo de Casa Conti, y soñé con que fuera mía. Un día le hablé con quien me pareció era el propietario del local. Se llamaba Humberto. ¡Buen hombre! Todos los años había un sacro rito de adquisición de ropas nuevas en Jeans & Jackets y Junior Express.

 

Compré Garbage Pail Kids en La Casa del Satélite. También uno o dos afiches enmarcados y algunas ediciones de la revista Orbit, con completos recuentos acerca de la programación de parabólicas antenas.

 

Creí y sigo creyendo, como muchos que esa exótica y llamativa casa de la 117 con 13 era una ofrenda de Pablo Escobar a su amada Virginia.

 

Pude ver en mañanas de bus escolar, en la 116, a Cabaret, Topsi y Unicornio, tres discotecas que entiendo eran o fueron importantes. Todavía puedo ver sus emblemas. Las letras de Cabaret eran serifadas, un tanto barrocas. Unicornio tenía como símbolo, ¡sí!, ¡qué obviedad!, un mitológico semoviente con un cuerno. Topsi llevaba por estandarte un extraterrestre, o un astronauta contrahecho.

 

Muy cerca de ahí estaba el lugar en donde aguardaba por el autobús, y allá iba con mi nana hasta la avanzada edad de 11. Tuve una bicicleta Mongoose, pero nunca me fue permitido ir muy lejos en ella.

 

Fui testigo de cómo el edificio al que creía mío fue convirtiéndose en refugio para narcotraficantes emergentes de baja casta. Y hubo allanamientos, y hubo escándalo, y hubo fiesta, y hubo disparos. Me hice amigo, casi sin excepción, de los muchos vigilantes que por la portería desfilaron. Recuerdo a Roberto y a Emilio, y a Ángel y a Pedro y a Ómar. Recuerdo a Consuelo.

 

Cada fin de semana reunía el suficiente dinero como para visitar Prodiscos o Bambuco y adquirir un vinilo de larga duración. Oía entonces a The Police, y a Michael Jackson, y a Alan Parsons, y a Culture Club, y a Compañía Ilimitada, y a Queen, y a Tears for Fears, y a may  y a Roxette, y a Pet Shop Boys y a Los Toreros Muertos, y al Gitano Goroserón, y a 88.9, y a Todelar Stereo, y a Stereo 1-95 FM, y a Radio Tequendama, y a Caracol Stereo, en un dispositivo sonoro marca Sansui que hoy sigue desperdigado por todos los flancos del lugar en donde vivo. Ahí grababa cintas y lanzaba discos creyendo ser el propietario de una radial estación.

 

Allí amé y sufrí en silencio a Paula, mi vecina del contiguo apartamento. Era cuatro años menor que yo. Yo tocaba piano para ella desde la sala. Nunca se lo dije ni le pregunté si pudo oírme. Ahora está lejos y creo que jamás lo sabrá. ¿O será que lo intuye?

 

Me encerré cuando estaba solo en un baño, muy pequeño, dentro del cuarto dispuesto para el odioso término del “servicio”. Yo lo bautizé heroicamente El Taller y fue mi pequeño laboratorio. En donde me escondí a llorar.

 

Caminé por la carrera 7. Y compré obleas en Santa Bárbara Oriental. Y sentí curiosidad por saber qué era la Hacienda Santa Bárbara, antes de convertirse en el centro comercial que hoy es. Y supe que don José Sierra fue primo de doña Mercedes. Y logré entender por qué era el único dueño en el mundo de Aciendas sin H.

 

Fui a Usaquén, antes de ser esa suerte de conglomerado elitista que hoy es. Y bebí navegables cantidades de cerveza en un lugar cuyo nombre he olvidado, pero a donde podría llevarte, si quieres.

 

Compraba Cremoletas y chicles Sour y Freshen Up, y una especie de jalea achocolatada llamada Cobo, en la Charcutería Rois. Luego solicitaba por domiciliaria vía cerveza Clausen, más o menos a los 16, cuando me inicié en el etílico sendero. Compraba elementos de gráfico diseño en la papelería Artes. Cortaba mi pelo, al que odiaba, en Jet-Set, aunque, con mucha frecuencia también, en Cordillera.

 

Fui vecino de Fico, y de Súper, y de Yei. Y lamenté cuando cortaron el árbol que nos hacía sombra, de mañana, en la 119 con 11.

 

Ahí llegué en 1983, cuando tenía seis, y de ahí me fui, en 1994, cuando tenía 18. Me marché sin quererlo, y ahora, de modo similar no podría, no querría volver.

 

Porque me parece lejano. Porque lo que veo ahora atenta contra lo que fui, y me señala que yo, igual que todo aquello estoy desapareciendo.

 

Porque hay puentes a los que no conocí y edificios gigantes que se me antojan ajenos. Porque las calles son de otros.

 

Porque ya no tengo siete ni 18. Porque Unicentro es otro. Porque Fabián se murió. Porque ahí ya no están Paula, ni Yei, ni Fico, ni Súper, ni Andrés, ni Juan Felipe, ni Roberto, ni Ómar, ni Pedro, ni Emilio, ni Consuelo, ni Ángel, ni yo mismo. Porque ya no somos, ya no es, ya no fue, aunque bien sé que crecí en Santa Bárbara.

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