Reflexiones desordenadas acerca de lo que suele ocurrir a quien bogotano es al viajar al trópico, entre otras insignificancias.

 

Huyo por días de Bogotá, que es el lugar en donde he vivido durante la mayor parte de mi terrena existencia.

 

Porque necesito ser otro: imaginar que no hay una historia detrás de mí, ignorar la vida que llevo a cuestas y que a veces pesa, inventarme nuevos recuerdos que no me duelan, que no me impregnen tanto.

 

Sé que a todos, o a casi todos nos ha ocurrido algo similar, aunque al final ¿eso a quién puede importarle? Este no es mi diario y nada de relevante tiene lo que en este momento pueda sentir.  Eso no, pero lo siguiente sí. ¿O no?

 

En estos días de sol y lluvia caliente, enclaustrado en un piso 13, empuñando una cerveza en un balcón o perdido en alguna calle o fonda de la hirviente Ciudad de Panamá, he pensado –además de en la idea fija que me atormenta, y que no estimo necesario ni oportuno decir– en aquella extraña enajenación que sobreviene a quienes bogotanos somos al viajar al trópico, zona a la que no pertenecemos.

 

Nos cuesta vestirnos. Nos cuesta hablar. Nos cuesta ser bajo el sol, del mismo modo en que a un oso polar debe serle difícil ir por el desierto o al camello por un glacial. La reflexión es simplista, pero es una reflexión.

 

Es natural y tal vez por eso: para no ser nosotros, para creer por unos días que somos algo diferente a lo que en realidad nunca dejaremos de ser, algunos acudimos presurosos ante la menor insinuación de sol, piña colada, bronceadores, sandalias y flotadores melgarunos por venir (¿o se dice melgareños?). Me declaro opositor militante, por cierto, de la cultura chancleto-piscinera. Pero en fin, el respeto es una virtud…

 

Bogotá no tiene mar…

 

Desde siempre que ha habido siempre he sido detractor radical de la absurda idea de que Bogotá sería una ideal ciudad si dispusiera de metro y mar. Bueno, de metro no, de mar sí.

 

Por tanto encuentro infundado aquel manido e institucional slogan de “Bogotá no tiene mar, pero tiene ciclovía” en tanto me parece una especie de mal consuelo a una carencia inexistente.

 

¿Para qué mar en una ciudad que por su esencia misma se opone de facto a lo marino, aunque las mentes siniestras y guayigoles tras el centro comercial Atlantis Plaza traten de hacernos creer en forma contraria?

 

En muchos casos, al menos en el colombiano, el mar está hecho para el Trópico, no para la sabana. Sería grotesco imaginar a una Bogotá con un océano bordeando la Autopista Norte, así como lo sería pensar en una Bogotá sin La Calera. Así que estoy en Panamá y no me ha sobrevenido la mala idea de dotar a Bogotá de vertiente hidrográfica salobre alguna.

 

Ahora bien. ¿Cómo suele comportarse el bogotano al arribar a estos cálidos predios? Un buen bogotano es aquel que tras su llegada al trópico sufre toda suerte de afecciones cosméticas y médicas. A quien la humedad hace perder la natural consistencia capilar. Quien al menor contacto con el calor comienza a padecer de tardío acné.

 

La piel de un bogotano que merezca ser considerado como tal se enrojece al más leve contacto con los benignos rayos del astro rey. Un buen bogotano es torpe al momento de ejecutar ceremoniales rítmicos propios del trópico. Quiero decir que baila mal.

 

Desde su primigenio arribo al trópico un verdadero bogotano empieza a pensar que el mejor descubrimiento jamás obtenido por mente humana alguna es el aire acondicionado. Yo lo estoy haciendo.

 

Ello en cuanto a la clásica conducta de quien viene desde una gélida capital a un averno turístico.

 

La bodega de las marcas…

 

Pero aparte de eso y ya desde otro terreno, este viaje me ha corroborado la idea de que algo triste de la globalización (añado una vez y otra vez que no profeso ideas mamertoides de especie alguna), es la forma como aquellos pequeños resquicios de identidad nacional han ido rindiéndose al dictamen de lo estandarizado.

 

Si alguien visita Monserrate en Bogotá le será más accesible un llavero con la esfinge de Bart Simpson que una réplica de la balsa muisca, o un portaminas de Barney (el dinosaurio) que uno de Bochica (el mítico patriarca).

 

En Panamá, como en Bogotá, como en cualquier capital del mundo resulta más fácil visitar un Pizza Hut o un Subway, o un Hard Rock Cafe que encontrar algún establecimiento en donde por un instante soñemos que estamos en un único y típico lugar. No menciono a KFC ni a Burguer King ni a Taco Bell para evitar sensatas interpelaciones. Eso ya lo había dicho Marc Augé con sus antropodeconstructivas palabras. Así que sigo…

 

Aquí hay, por ejemplo, una considerable proliferación de establecimientos hechos en Colombia. Multicentro es un clásico centro comercial con el sello Pedro Gómez. En los malls hay cantidad de locales de Armi, Pronto, Croquet, Crepes & Waffles, Vélez, Sándwich Q-bano (qué poco original ese recurso de la q y la k), y demás.

 

En Panamá, como en aquellos países cuyos centros administrativos y gubernamentales se ubican en las cosas, los capitalinos suelen referirse al resto del país como “El Interior” concepto que a nuestras bogotanas mentes resulta incompresible.

 

Son reflexiones inconexas acerca de un urgente viaje en condiciones de honda depresión. Quisiera seguir, pero de momento debo irme… sólo de momento. En una próxima entrega espero hablarles en detalle de la ciudad. Mientras tanto me espera la cerveza.