De lo que fue y es la Terraza Pasteur.

 

Pocos lugares en Bogotá dan indicios de tan febril y convulsionada actividad como la intersección entre la Carrera 7 y la Calle 24. Sorprende sobre todo el ver cómo los domingos, días de modorra y ocio enfermizo por excelencia, la zona –a diferencia de casi todas las demás de la ciudad– parece cobrar una peculiar vida cuya energía prevalece inmune, como si alguna suerte de antídoto confrontara al halo de aburrimiento que en el medio ambiente parece respirarse, y que intoxica y ceba a la muchedumbre de ciclistas y televidentes de fin de semana.

 

Desde muy tempranas horas, todos los matices de las virtudes, aficiones, pasiones y vicios parecen tomar forma de hombres y mujeres yendo de un lado a otro del lugar: por un lado vendedores de incienso y de otras sustancias comestibles e inhalables, muchas de ellas de no legal destino ni procedencia; del otro mendicantes individuos en busca de algún espontáneo beneficio; en medio músicos deambulantes; en permanente movimiento una especie de rastafari criollo con aspecto de isleño, siempre acompañado de una botella de algún alcohol económico de dudosa calidad y de una guitarra cuyo sonido se ha hecho sordo debido a las muchas horadaciones de queso gruyere que decoran su caja de resonancia; y al terminar la esquina meretrices y meretrizos ofertando sus cuerpos. Esto, desde luego, entre las más diversas, santas y profanas situaciones.

 

Yo suelo ir a comprar camisetas a un local en el llamado Centro Comercial Terraza Pasteur, cuyo nombre no me parece importante, y que por ello supongo no tengo presente. Es una pequeña tienda de dos pisos en cuya segunda planta elaboran estampados a precios no muy altos, y en donde además pueden imprimir logos, textos e imágenes sobre vasos, llaveros, pulseras y toda suerte de parafernalia publicitaria. A veces me aburre entrar, dado el hacinamiento. Pero son amables. Llevo insistiendo mucho para que vendan camisetas con mangas largas de colores, aunque, según creo no se me ha tomado en serio hasta el momento. Seguiré intentando.

 

En los bajos hay ventas de postres, una sala de belleza, un par de locutorios harto estrechos. En el piso de arriba se ve un lugar denominado Rayuela, al que se dedicó hace poco una crónica en este mismo medio bajo un sugerente título que, según recuerdo era algo así como Bares ‘mamertos’ que sobreviven.

 

Otros acostumbran a conseguir un mantecado o un café de medio día en el remozado Café Picos –algo que para mí alguna vez no era otra cosa que una heladería, pero que ahora ha tomado un aspecto, digamos, más ejecutivo–, mientras que unos más optan por poner de manifiesto su vallenatística o comunistoide condición en locales ajustados en perfecta forma a su medida.

 

El gran interrogante acerca de la procedencia de tan activa esquina se inició, de tiempo atrás, al encontrar en algún archivo una imagen temprana de algo a lo que se denominaba la Terraza Pasteur, y cuando luego, un poco después, vino a mi mente la indudable semejanza existente entre el edificio republicano de la vieja fotografía y el actual centro comercial. De éste último tengo incluso memoria acerca de alguna publicidad radial alusiva a uno de los locales que terminado los 80 allá se albergaban.

 

 

Luego, con motivo de una foto realizada para una especie de sección en donde presente y pasado confluyen en extraño maridaje, y en la que se involucran nuevas tecnologías para presentar a una nueva Bogotá, el interés comenzó a hacerse obsesión. Sin el ánimo de centrar las luces en el proyecto, cito sin mucha ceremonia que se trata del Museo Vintage, y que su dirección en la red es, como lógico sería suponerlo www.museovintage.com.

 

De hecho ambos edificios mostraban una curiosa semejanza. Tanto así que Vladimir, mi compañero en la aventura curatorial imaginó a alguien demoliendo la cincuentenaria edificación argumentando en literal forma que su reemplazo “iba a quedar distinto, pero igual” o, aún más sin sentido "igual, pero mejor".

 

Si confrontamos las dos imágenes, tomadas desde ángulos pretendidamente idénticos, es evidente que la intención fue cuanto menos intentar rendir un homenaje a la antigua edificación , aunque por supuesto, el logro y los usos son discutibles.

 

La más lógica vía para indagar acerca de la historia detrás del lugar era por tanto acercarme hasta la administración del local. Entré con tranquilidad, me aproximé a uno de los guardianes de seguridad privada contratados por ésta, y él, de forma inusualmente amable en la mayoría de hombres dedicados a su noble labor protectora accedió a acompañarme hasta la oficina dispuesta para tal fin.

 

–Es que la señora que le puede hablar de eso no ha llegado. Pero espere un momento, ya se la llamo– comentó mientras empuñaba con cierto orgullo su radioteléfono.

 

No pude entender qué le respondía su remoto interlocutor, aunque no pareció tener nada de malo, pues de nuevo el vigilante sonrió y me hizo saber que ella estaba por llegar.

 

–Mucho gusto, Estela (¿o se escribirá Stella?)–, comentó con amabilidad, otra vez inusual. Llevaba un mantecado en su mano derecha, dentro de un pequeño vaso, aunque no lo probaba.

 

–Siento interrumpir su helado. Si usted lo desea puedo venir luego.

 

–No. No me lo puedo comer porque tengo bronquitis. Se lo traje a un compañero.

 

Mi presencia le hizo suponer que iba a quejarme por algo, o al menos eso decía su gesto. Algo similar a un gas extraño penetró por nuestras fosas nasales, y, al menos en mi caso, quemó gran parte de mi tracto respiratorio. Nunca supe de dónde provendría ni qué podía estar haciendo tan malsana sustancia en un lugar como ese, pero temí por mi vida, dado el pánico que por estos días hemos aprendido a cultivar por el terrorismo químico.

 

 

–Bueno. El asunto, para ser breve, es que soy periodista y estoy investigando la historia del centro comercial.

 

–Sí, por favor siga–, dijo indicándome el camino a su oficina.

 

 

 

–Bueno. A la entrada del centro comercial hay una placa. ¿La ha visto?

 

Le indiqué que no y luego pensé en mis pocas cualidades como observador, al no haber reparado en un aviso, no tan invisible, en el anverso de la pared de la entrada, justo sobre el tenderete de Comcel.

 

–Ahí está una historia sobre el lugar, dice quién lo hizo, en qué año, y todo eso.

 

Entendí entonces que ella, al igual que la vasta mayoría de quienes laboraban en el lugar desconocía la existencia de un edificio y una terraza en el mismo lugar, hace algo más de 20 años.

 

–Si quiere le doy el nombre y el teléfono del constructor. La empresa que lo hizo ahora se llama Arquitectura Urbana, pero en esa época era Inversiones Quira.

 

Imaginé de inmediato que ello de ‘quira’ estaba relacionado con el sufijo muisca cuyo significado, he oído decir, es el ‘tierra de’, de ahí los muy cundiboyacenses vocablos Zipaquirá, Moniquirá, Ráquira, y demás, después pensé en qué tipo de motivo corporativo o de ardid empresarial podría haber llevado a un cambio de nombre tan autóctono.

 

–¿Hay algún problema en que haga una foto de la placa?

–No. Ninguno. Voy a llamar al jefe de Seguridad para que lo autorice.

 

El jefe de Seguridad era, como la mayoría de todos los jefes de Seguridad, un atlético, y otra vez inusualmente amable caballero que, sin ceremonia u obstáculo alguno me condujo hasta el pequeño tenderete de Comcel. Le dije a la dependienta –ésta sí mucho menos amable y bastante más amarga que la mayoría de quienes entre sus colegas he conocido– suponiendo mi comentario le sería gracioso.

 

–Voy a hacer una toma de la placa. Pero no te preocupes que tú no vas a salir.

Me miró como si el odio hubiera germinado en ella de manera definitiva y automática:

 

–¿Y a mí que me importa salir en su foto?

 

Luego pude ver cómo, sin haber advertido la presencia del responsable policivo del buen funcionamiento del lugar en materia de orden público, ella misma llamó hasta la Administración a preguntar quién era yo.

 

Libardo Cuervo era el nombre de quien, se decía, había sido el responsable de una obra de tamaña envergadura. Su mención, por alguna de aquellas asociaciones que rondan mi mente, me rememoraba a la legendaria Calle 60, de los 60 –por cierto–, en donde alguna vez el había sido propietario del también legendario local Las Madres del Revólver.

 

Entre tanto evoqué el nombre de Manuel Hernández, un buen conocedor de la historia bogotana, a quien llamé para indagarle sobre el lugar. "La edificación hizo juego por un tiempo con la sede de la embajada de Estados Unidos de América (construcción de propiedad de la familia Nieto Caballero ubicada  al frente), y, un tanto después, con la de la Universidad INCCA –evocaba–. No tengo mucha memoria del sitio, pero sé que toda la zona fue un epicentro de bohemia, debido a su cercanía con Inravisión, de donde los actores salían a lugares cercanos, entre ellos un bar llamado El Telebolito.

 

El Acuerdo 60 del Registro Municipal 1527 del 15 de septiembre de 1923 declaraba: "Dáse el nombre del ilustre sabio y benefactor de la humanidad, PASTEUR, a la terraza construida en esta ciudad en la Avenida de la República, en su contado oriental y en el trayecto comprendido entre las calles 23 y 24 , en la cual, como homenaje nacional, se ha inaugurado el busto de aquel hombre eminente".

 

Procuré comunicarme con el señor Cuervo, quien de momento se hallaba de viaje, por lo que, Myriam, que según creo era su asistente, me indicó la conveniencia de enviarle una carta membreteada en donde pudiera plantearle todas mis preguntas. Le busqué por dos semanas, y creo que él también lo hizo, con la deplorable suerte de nunca coincidir en horarios, hasta que, semanas después, pude al fin dirigirme a él. "En realidad yo diseñé la estructura. El edificio que había ahí no se llamaba Terraza Pasteur, sino sus alrededores, con forma de balcón. En la placa yo figuro como arquitecto. Pero la verdad quien hizo el diseño, después de haber investigado lo que existía ahí antes fue Gregorio Mitrosvaras, fallecido hace unos dos años. Me acuerdo de que él siempre se quejaba de la ‘mala calidad de la educación estética en Bogotá’ ".

 

Pude comprobar entonces que el edificio emplazado en el lugar de la actual Terraza Pasteur fue durante años propiedad de la familia Echavarría Olózaga, zares de lozas, platos, retretes, bidés, lavabos, baldosas, y demás productos elaborados por Corona, muy mencionados por estos días a causa del fallecimiento del patriarca don Hernán.

 

Hoy, la Terraza, otro objeto víctima del sistemático desconocimiento de los habitantes de la ciudad, pese a los esfuerzos de quienes han procurado dar continuidad a su nombre incierto, ve transcurrir el tiempo mientras su alrededor se llena del vacío provocado por el olvido de quienes discurren frente a ella sin saberlo.