Una incompleta historia del cambio en los hábitos gastronómicos de élite en nuestra ciudad durante los pasados 30 años.
Hablaba un día con un eterno estudiante de antropología, ya cercano a los 30, acerca de las costumbres de nuestras llamadas clases media y alta.
Él me decía, en una apreciación a la que consideré sensata y cómica, que mientras los representantes de los medios estratos procuran imitar los hábitos que caracterizan a los miembros de los altos, estos últimos a su vez se ven obligados, cada determinada cantidad de tiempo, a reinventarse nuevas y más excéntricas y lujosas cosas por hacer.
Reflejo de ello son nuestros hábitos gastronómicos, un tanto tercermundistas, sí, pero razonables desde la criolla lógica.
El guayigol y común dicho de “¿quién pidió pollo?”, vulgar en apariencia, encierra entonces una verdad indiscutible. Porque si bien alguna vez permitirse el lujo de consumir un ave asada era un sinónimo de opulencia y holgura que aumentaba el monto de las cuentas en forma sensible, con el tiempo tal costumbre terminó por convertirse en rutinaria parte de nuestra cotidianidad.
En otras palabras ahora todos, o casi todos, a no ser que como yo pertenezcan a las huestes vegetarianas, piden o han pedido pollo. Pero la frase permanece ahí, como símbolo de lo que alguna vez fuera emblema de poderío culinario.
De ahí tal vez el arraigo omnipresente del arroz con pollo en festejos de natalicios, matrimonios, fiestas de 15, paseos y navidades, y las también omnipresentes intoxicaciones que éste suele traer consigo, obligando a los comensales a acudir de prisa a dispensarios de pueblo.
Lo mismo ha ocurrido con otros condumios. Según creo, porque no estaba vivo entonces para comprobarlo, durante los años 70 el consumo de pizza era privilegio exclusivo de quienes gozaban de ciertas cuantías económicas, y a su propia vez estaba vedado a los demás.
De hecho me han dicho que para entonces el ir a consumir una pizza, bien fuera a Jenos o a Po-19, a O’ Solé Mío o a La Pizza Nostra, o mejor aún, a Pozzeto o La Piazzetta, era sacro ritual de familia o pareja.
Pero hoy, 30 años más tarde el panorama se muestra bien distinto. Y si alguien no lo cree que se acerque a los predios aledaños a cualquier universidad de garaje para ver la inmensa cantidad de expendios callejeros del italiano platillo en donde el queso mozzarella ha sido reemplazado por el campesino, en donde el salami se muestra rancio y casi pétreo por su contacto con la inmundicia del medio ambiente, o en donde pululan centenares de hambreados estudiantes en busca de una rebanada hirviente para saciar su hambre con el tóxico comestible. Todo ello impensable hace tres decenios.
Quizá por eso, para quitar el hálito de vulgaridad que comenzó a rodear a la pizza en los 90, alguien decidió implantar el concepto de “Pizza Gourmet”, lo que en el fondo significa que “Aunque otros venden pizza barata de dudosos ingredientes, nosotros ofrecemos una depurada y de élite”, algo que en aras del purismo alimentario y la salubridad —aunque no así de los afligidos bolsillos—, no me parece tenga mucho de malo.
En los 80 fueron las crepes (y digo “las” porque, aunque en muchas ocasiones haya sido reprendido por hacerlo, el género de “las” crepes es el femenino).
Hubo un tiempo, así es, en el que los expendios de crepes en Colombia eran exclusivos establecimientos. En el que la salsa bechamel, y las crepes de brócoli o espinaca se constituían en el platillo predilecto de quienes se sentían detentores de abolengos y poder. A quienes deseen comprobarlo les sugiero remitirse al interesante y objetivo texto Mi receta, de Beatriz Hernández, propietaria-fundadora de la más famosa crepería colombiana, si es, por supuesto que tienen tiempo y espíritu de resignación para ello.
Pero la proliferación reciente de no muy higiénicos establecimientos en donde, ahora sí “los crepes” insípidos y grasos, así como las masas farináceas grumosas abundan, han cambiado las reglas. Las crepes envilecieron, se rutinizaron, y hubo que buscar una nueva alternativa de diferenciamiento gastronómico.
Es lo que ha ocurrido en años todavía más cercanos con la cocina thai, o la mal llamada “de autor”, y con el sushi y otras opciones alimentarias que, de seguro, hace menos de una década habrían suscitado repudio en quienes hoy las comen cual voraces sierpes constrictoras.
Pero claro está, surgieron también los cocineros apócrifos de tales alimentos y con ellos la mala costumbre de llamar cocina de autor a cualquier pedazo de bofe marinado en vinagre balsámico, de llamar thai a todo lo que lleve salsa teriyaki de La Constancia, o de exaltar a la categoría de sushi a cualquier filete de bocachico relleno de arroz y salchichas. Porque he visto, y no miento, platos a los que se ha llamado “emulsión de ajiaco con caviar iraní” o “morcilla acaramelada con costra de nueces”.¿¿??
La comida es entonces, vulnerable a los ascensos y descensos en la escala social, tal como el hombre mismo, tal como la vida misma, tal como la pizza, el sushi o las mismísimas crepes.
Ahora la pregunta que planteo, para hacer un tanto menos hastiantes estas entradas, es cuál será el lujo de turno por venir en materia de alimentos.