No sé hasta qué punto la ineficiencia y la enfermiza fijación de nuestra clase dirigente y nuestras entidades con la burocracia y la tramitología sean patrimonio exclusivo del tercer mundo.
Alguien me dijo alguna vez algo que aunque no he podido comprobar parece tener serios soportes históricos, y es que ésta es otra de las invaluables herencias a nosotros legadas por la ibérica madre patria, burócrata hasta la médula. Con ello no digo, por supuesto, que no haya bondades en nuestra hispánica sangre.
Al final tampoco podría afirmar que las naciones desarrolladas sean del todo ajenas a la postración humillante que constituye el someterse a las más ignominiosas condiciones climáticas, a madrugones dignos de los más estrictos contingentes religiosos o policivos, y a filas interminables y paquidérmicas que cual anacondas feroces reptan por las inmediaciones de nuestras entidades públicas.
De ello pueden dar fe quienes se han sometido al ejercicio de indignidad que constituye solicitar una visa para visitar Estados Unidos de América en calidad de viajero, estudiante o profesional. Y se supone que Estados Unidos es el paradigma del desarrollo, a no ser, claro, que por determinada razón aquellos norteamericanos que vivan en Colombia reciban cierto tipo de contagio viral con nuestros males administrativos.
Aparte de las onerosas erogaciones que implica el codiciado documento consular son infinitas las hileras de ilusionados connacionales a la espera de éste, así como también infinitas son las cantidades navegables de lágrimas que brotan de las cuencas de sus criollos ojos al serles comunicada la marginalidad de la que, por cuenta del funcionario de turno, terminarán por ser víctimas.
El caso es que en días recientes, la semana del lunes 4 de diciembre, debido a ciertas aspiraciones contractuales para con nuestro emérito Estado, he tenido que verme avocado a la nada grata experiencia de realizar toda suerte de diligencias tendientes a la verificación de mis condiciones judiciales e inexistentes (hasta donde creo) antecedentes delincuenciales.
Mi historia se inicia cuando intenté inútil e ingenuamente visitar la oficina de Catastro (fea palabra, por cierto) con el propósito de renovar mi caduco Certificado de Antecedentes Judiciales. Aunque aún había en el correspondiente talonario un espacio en blanco en condiciones perfectas como para ser sellado con la impronta de la legalidad, un hombre encargado de revisarlo me indicó que por desgracia y debido a la antigüedad del mismo, era preciso el tramitar uno nuevo.
Al ver mi gesto de angustia y desasosiego, me conminó a no preocuparme, a obtener una cita por vía telefónica, o en su defecto a visitar la sede del DAS al día siguiente, a eso de las 4:00 AM para realizar la gestión prescindiendo de ésta.
Apesadumbrado abandoné el lugar. Luego, tras 78 intentos frustrados de ponerme en comunicación, y aborreciendo como el que más la voz de la máquina contestadora con su permanente “En este momento no tenemos disponibilidad para atenderlo” resigné cualquier tentativa distinta y opté por acatar la segunda sugerencia de mi consejero.
Supuse, ingenuo y de seguro invadido por quien se aferra con obstinación a la última de sus esperanzas, que al tratarse de una hora tan poco amable para tales menesteres, la concurrencia al lugar sería poca y la zona luciría apacible. Que por lo tanto el sufrimiento sería corto.
Pero no. Es impresionante la cantidad de empleo que en torno a un documento como éste puede generarse. Había laboratorios fotográficos abiertos, vendedores de bolígrafos, pegamentos y forros. Había tramitadores a sueldo. Había vida. Y sobre todo había, para mi desgracia y la de los demás, otros 200 seres humanos esperando como yo para ingresar.
Aunque llevaba conmigo un libro y un dispositivo reproductor de MP3 el frío imposibilitaba cualquier disfrute de la situación. Las muecas de amargura de mis compañeros en desgracia evidenciaban lo mucho que el hartazgo nos unía.
Hubo, eso sí, brotes de solidaridad entre quienes generosos compartían unos con otros sus esferográficos, sus cilindros de pegante en barra y hasta su sabiduría con respecto al diligenciamiento de un formulario al que, en contra de la oscuridad de las 4:30 am, que es tal vez la más oscura hora del entero día, los asistentes tuvimos que confrontar.
Tras dos horas, 30 minutos, de insufrible espera, comenzamos a ingresar, uno a uno, en bloques de 10, al interior del recinto destinado al cumplimiento del burócrata requisito. Curioso era que en una entidad dedicada a la preservación de la seguridad del país hubiese adheridos a sus ventanas avisos con un irónico: “Cuide sus objetos personales”, acompañado por la imagen caricaturesca de un malhechor hurtando las pertenencias de uno de los hombres del lugar.
No conformes con la pretérita humillación a la que habíamos sido sometidos, y pese a que a que los 28.000 pesos oro cancelados como pago por el documento deberían en algún modo hacernos dignos de respeto y compasión, los miembros de la entidad no encontraban reparo alguno en reprender como amargadas maestras de kindergarden a quienes por algún motivo cometían algún error en medio del trámite.
“No, señor. Le dije que no quite la cédula. Es que como no pone cuidado”.
“A ver usté. Sí, usté. Se me corre para atrás que ahí está haciendo estorbo”.
“¿Sí ve? Por no poner cuidado lleno eso mal. ¡Vuelva y hace la fila! y no ME haga perder tiempo”.
A eso de las 10, tras diversos procesos que no entraré a relatar para no ocasionar un idéntico nivel de aburrimiento al que fui sometido sin piedad ni miramientos a manos del Departamento Administrativo de Seguridad, recibí por fin la codiciada libreta verde, encontrándome con la poco grata sorpresa de que en esta nueva versión no hay sino un solo folio, lo que obliga en sucesivas oportunidades a los usuarios a tenerla que renovar año a año, con el correspondiente e injusto gasto de 28.000 anuales. En 2.004, por ejemplo, el DAS obtuvo 37.138.026.400 por tal rubro.
Fue una mañana luctuosa y desesperanzadora que me hizo pensar en porqué no se ha inventado una inteligente y eficaz forma de llevar a cabo el mismo proceso dentro de un más razonable lapso.
Después de todo (y en esto insistiré, para quienes en innumerables ocasiones me han tachado de no decir nunca nada bueno de nada) otras organizaciones como la Procuraduría General de la Nación han optimizado tareas semejantes, tal como ocurre con la amabilidad y velocidad con las que el Certificado de Antecedentes Disciplinarios es expedido, por una suma tan ínfima como lo son 2.600 reales.
Desde el 7 de diciembre ha comenzado a operar un nuevo call center (con dígitos de línea caliente), en capacidad, según comunicado oficial de atender 30 llamadas simultáneas y otorgar 3.200 citas diarias, noticia que me parece debe ser tomada con el natural escepticismo de quienes se han visto defraudados otra y una y otra vez, aunque también con el sueño de que por una vez el clamor de los opresos sea oído y las cosas sean diferentes.
Planeo, en una futura oportunidad, hacer un seguimiento a temas como el Registro Único Tributario o la ya mencionada visa, pero antes de ello culmino con una reflexión. ¿Si el siglo XX no ha llegado a Colombia, nos será acaso lícito pretender que estamos en el XXI?