La muerte, vista en forma simple, es ignorante. No parece saber de historia o de palabras; nunca habla de arte, ni de nada; olvida, o desconoce por completo la trascendencia de aquello a lo que creemos mágico o imperdible; no tiene consideraciones, miramientos, contemplaciones; pero, sobre todo, no parece acomedirse ante ser humano alguno.
Ridículo suena. Pero quién no desearía, al menos por un instante, que aquel final inapelable fuera en ocasiones olvidado por la voluntad impía de la decisión eterna. La muerte debería ser indulgente con algunos. Y debería pasarles de largo. Sobre todo con aquellos que nos hacen reír.
Por alguna cósmica razón que desconozco, noviembre, diciembre y enero suelen ser prolíficos en decesos, como si aquella muerte conspirara contra el mundo. A lo largo de esos meses y en distintos años se fue James Brown, se fue John Lennon, se fue Freddie Mercury, se fue Germán Arciniegas, se fue George Harrison, se fue Dimebag Darrell (ex guitarrista de Pantera), y hasta se fue Pinochet. ¡Y se fueron, y se irán tantos otros!
Y ahora, la cita irrevocable fue cumplida por Franky Linero. Sé de oídas, porque vivo no estaba, que Franky fue, por encima de todo el Gringo de Yo y tú. Parece haberlo hecho tan bien que la estadounidense costumbre se le quedó marcada. Quienes lo vieron siempre lo rememorarán así.
Yo, por mi amnésica parte todavía le recuerdo en su eterno y caricaturesco papel de norteamericano. Hablaba un buen inglés, y eso le permitió hacer las veces de músico drogadicto en El inmigrante latino o de espía tecnócrata en Colombian Connection.
Pero también las hizo de infiel marido en Esposos en vacaciones; de actor de reparto, costeño hasta la médula en Escalona; de retratista de pueblo en La virgen y el fotógrafo; de infinidad de diversos personajes en cafés concierto o en programas humorísticos como aquel Me río de los martes, del que casi nadie se acuerda; y hasta de bondadoso abuelo en una serie clase C sobre el incesto entre parientes políticos a la que se llamó Tabú, con Valentina Rendón y Rolando Tarajano en roles protagónicos.
En tiempos de Andreses López, de insoportables y odiosamente trillados “deje así”, de eternas temporadas de realities repetidos hasta la náusea, de malas producciones y telemúndicas y malsanas alianzas… ¿no es acaso oportuno el referirnos a un verdadero actor y comediante?
Hace poco, en una entrevista radial, Linero, con la nostálgica aunque humorística voz de quienes se saben marginados por tales circunstancias dijo: “Estoy sufriendo de depresión profesional galopante, pues hace seis meses no me llaman para nada”. Poco duraría, por fortuna, tal tristeza. Al final obtuvo un rol, secundario, eso sí, en la aún no terminada El amor en los tiempos del cólera.
Ese era Franky: talentoso, carismático, cómico, espontáneo.
Ayer, a los 66, en una cabaña de Paipa, le asaltó la muerte. Durante todo el día su presión sanguínea se mantuvo baja, a la vez que un dolor en el pecho dio a su familia suficientes razones como para angustiarse. Permaneció todo el día en cama y al levantarse a la cocina se desplomó. Treinta minutos después llegó sin vida al hospital San Vicente de Paúl.
Al igual que la mayoría de televidentes o cinéfilos locales nunca le conocí. Nunca pude hablarle. Y eso es algo que lamentaré. Porque hoy más que siempre vamos viendo sucumbir ante esa sentencia irrefutable que es la muerte a toda una brillante generación de artistas que nos hicieron felices, que no volverán, y que, triste es decirlo, no parece encontrar renovación alguna en las injustamente calificadas de nuevas generaciones.
Adiós Franky.