Prótesis tecnológicas son, según mi vocación de inventor de términos incoherentes, todo aquello que, valiéndose de los avances de aquello a lo que llamamos ciencia tiende a simplificar o a modificar de radical y definitiva forma nuestros hábitos naturales.
Cabe dentro de tal definición esa suerte de muletas electrónicas, eléctricas o mecánicas de las que echamos mano con fines no siempre útiles ni necesarios.
Son prótesis tecnológicas, por ejemplo, los anteojos, los relojes de pulso y los bypasses gástricos, bendiciones para aquellos castigados con el maleficio de la involuntaria obesidad mórbida, la presbicia, la miopía o la impuntualidad. Pero también lo son las agendas digitales, los teléfonos móviles o los remotos controles, elementos no indispensables en principio.
Lo aberrante de la situación radica en la forma como, con el tiempo, vamos concibiendo al universo entero como algo impensable en una eventual ausencia de tales dispositivos.
Cuando nuestro desplazamiento por el mundo entero está soportado en automóviles, aeroplanos, helicópteros o líneas de tren; pero sobre todo cuando exclamamos los impertinentes y absurdos prolegómenos del tipo “yo sin carro no puedo vivir”, “sin celular no salgo ni loca” o “¿en tu finca hay internet?” podemos afirmar, sin lugar a equívocos que somos o nos estamos haciendo adictos a tales prótesis.
Lo cierto es que, sin sonar mamerto, anacoreta, cartujo, ni nada que se le parezca, me parece que nos hemos rendido genuflexos ante la tecnocracia. Introducimos toda nuestra vida en un disco duro y sus clústeres. Confiamos nuestra telefónica memoria a una limitada sim card. Dejamos la seguridad del entero mundo en manos de satélites y complejos, aunque vulnerables sistemas de vigilancia aérea. Son nuestros amigos prótesis. Pero como todos los amigos, a veces sin quererlo, pueden fallar.
Nunca fui tan consciente de tal situación hasta el más reciente viernes, cuando, víctima de mi incurable desconcentración perdí mi iPod. Aquella caja rectangular en donde se esconden algunas de las cosas que más amo: casi todas las canciones que más me gustan, fotografías y videos invaluables y muchos de mis recuerdos, algunos de ellos dolorosos.
Corrían las 12 del mediodía cuando presuroso llegué al horripilante centro comercial Atlantis Plaza, al que no obstante suelo frecuentar dada su nada despreciable oferta gastronómica, incluso en vegetarianos casos.
Tenía una cita con dos colegas. Fuimos entretanto por unos emparedados. Y en algún momento, en medio del trámite, dejé el preciado artefacto en algún indeterminado lugar.
Tras la faena alimentaria partí en un vehículo de transporte público sin notar la sensible ausencia. Aunque retorné de inmediato al lugar del infausto hecho, y pese a los en apariencia buenos oficios de los gendarmes del sitio, imposible fue precisar su paradero.
Dijeron que había cámaras grabando, pero que éstas no cubrían el área en donde la desaparición había acontecido; y que, de cualquier forma la tentativa de visualizar las grabaciones se movía dentro del terreno de lo imposible.
En su búsqueda desesperada y tras la autorización de la camarera de turno hurgué sin éxito en el bote de basura, donde se acumulaban los desechos de las viandas engullidas por los centenares de comensales, encontrándome con trocillos en descomposición de chop suey, corralísimas, kibbes, tagliatelles, paisas bandejas y cubanos sánduches. Pero no había nada.
Presumo que algún espontáneo malhechor debió adueñarse de él sin poner en consideración que dentro de éste habitaban mis más caros sueños, anhelos, recuerdos y sentimientos.
Imagino además que aquel cretino capaz de apoderarse de mi iPod, debía ser un monstruo de indelicadeza y mal gusto, y que, para ese momento ya podría estar reemplazando mis canciones de Tom Waitts, Rolando Laserie o Ravi Shankar, con esputos musicales del calibre de Daddy Yankee, Elvis Crespo, Calle 13, Shakira o Diego Torres.
Era mi vida yéndose en el bolsillo de otro. Entonces pensé…. ¿por qué confiar los elementos más preciados de mi existencia a un implemento tan frágil? El gran error de la biblioteca de Alejandría consistió, precisamente, en ello. En concentrar toda la información bajo un mismo recinto, destructible en su más pura esencia.
Luego traté de consolarme, repitiéndome un centenar de veces la misma mentira jaculatoria de “al menos mis oídos no van a sufrir tanto por cuenta de los auriculares”. Pero la triste verdad es que con mi iPod se fue una irrecuperable parte de mi historia.
Con ello pensé, para terminar, en aquella ya mencionada vulnerabilidad a la que la tecnología nos somete, so pretexto de progreso, convirtiéndonos en sus más ingenuos súbditos. Me pregunté si algún día habrá lugar para un desengaño tecnológico, científico, tal como algún día lo hubo para un desengaño teúrgico o para un desengaño religioso. De lo contrario, parodiando a Asimov o a Ray Bradbury, o a algún otro escritor de ficción, moriremos a manos de ésta.