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Hace tiempo (digamos en los 30 o 40) los sectores aledaños a la carrera 13, hoy atiborrada de meretrices, cafetines y tiendas de abarrotes y electrodomésticos, fueron conocidos como La Alameda. Algunos, obstinados con un irrecuperable pasado, y otros, marcados por una tradición que no saben explicar, continúan llamándoles así. El tranvía atravesaba el lugar.
 
Una alameda es, según autorizadas fuentes, un lugar poblado de álamos, tal vez análogo a Álamos Sur  (a donde según entiendo suelen conminar a los infractores de tránsito con el objeto de aleccionarlos en minucias cívicas), pero nada cercano a la real naturaleza del actual lugar.
 
Lo mismo ocurre con El Lago, en donde no hay lago, con el Antiguo Country (donde no hay Country Club), o en Germania (donde ya no queda fábrica alguna de cerveza Germania).
 
Porque el actual sector, regido bajo la menor Alcaldía de Santafé, luce del todo despojado de álamos o de representantes genuinos de cualquier especie arbórea. Así pues, la otrora verde zona, se ha convertido en una disímil amalgama en donde se conjugan los matices de la grandeza y la miseria humana, toda ella plagada de un total aunque emergente y desesperado afán mercantilista.
 
Recuerdo, en inmediaciones de la calle 26, un aviso publicitario de Autofinanciera alusivo a la frustrante ausencia de un tren metropolitano en Bogota, y a la consecuente e inaplazable necesidad de buscar crédito para la adquisición de un vehículo decente. A mí me ponía triste.
 
Así pues, queda poco de esa Avenida La Alameda de cafés, salones de baile y comercio de alcurnia. Pero lo que sí abunda y se reproduce son prenderías de aspecto desmedrado, atendidas en su mayoría por adustos y agiotistas mercachifles. Tienen la desconfianza y el desprecio por profesión.
 
Las compraventas son a mi juicio el triste museo en donde se exhiben los sueños frustrados de los acreedores. Hay cámaras de fotógrafos sin clientes, guitarras, acordeones, teclados y bajos de músicos en desgracia, planchas, ollas de presión y joyas de hogares decadentes, y relojes cansados de marcar las horas eternas del desempleado.
 
Colombia misma es de alguna forma un país empeñado, por cuenta de clientelismos, deudas externas, alianzas nada estratégicas y postraciones económicas.
 
Los diversos significados del término Empeño son bastante más que paradójicos: porque por un lado nos dan la idea de “determinación”, “constancia” y “tesón”, pero por el otro nos sugieren la “obligación de pagar una deuda”.
 
Tal vez por ello ningún nombre mejor para una casa de empeño que Comercial Colombia, una nación empeñada, con el más posible de los empeños.

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