Minutos a 250
Who knows when we shall meet, if ever,
but time is flowing like river to the sea.

The Alan Parsons Project, Time

Aquella asesina de sorpresas —la cotidianidad— nos impide ver, imaginar o entender el significado intrínseco detrás de lo que nos circunda.
Ayer pensé en la callejera y urbana paradoja que encierra la común frase exhibida en casi todas las esquinas de “Se venden minutos a 250”.
La frase, en sí misma, parece gozar de las simplezas de lo explicito y claro: ya que usted no posee un móvil, o lo tiene, pero es pobre, o si la codicia en términos de recibos telefonísticos es más fuerte que usted, de seguro alguna vez ha hecho uso de aquellos minutos de 250 locales, nacionales, fijos o celulares.
No tengo, ni creo poder llegar a profesar animadversión hacia ese trabajo sin nombre (hasta la fecha “el que vende minutos” es sólo “el que vende los minutos, y a nadie se la ocurrido bautizarlos como minuteros u operarios urbanos de celular).
Creo que es triste tener una profesión sin nombre, todo por cuenta de su informalidad. Si vamos a tramitar el insoportable Registro Único Tributario de seguro no figura entre los muchos oficios ejecutados por la humanidad el de vendedor de minutos. La explicación ante esto puede ser, tal vez, que se trata de una actividad muy nueva, en franco crecimiento.
Ahora bien, cada vez que los veo surge en mi mente un interrogante existencial. ¿Qué tal si los vendedores de minutos lo fueran en el estricto y justo sentido de la pabla. ¿Qué sería de la humanidad si un enfermo terminal desde su lecho pudiese comprar unos 45 minutos adicionales de vida? Si pudiésemos alargar la frágil garantía de todos los días, por 250 el minuto.
Entonces “los que venden minutos” dejarían de ser lo que en realidad son, y se transformarían en una suerte de taumaturgos citadinos capaces de elongar ese inasible reloj de arena que es la existencia.