(Para oír la entrevista completa, por favor haga clic aquí).
A Adelaida la conocí una hora atrás, en una aeronave que cubría la ruta Bogotá-Panamá. Téngase en cuenta, eso sí, que no soy partidario de aquella costumbre típica que son “los levantes de avión”. Pero no había compañeros de silla y necesitaba sentir que le hablaba a alguien. Y ese alguien fue Adelaida. Tabaquista inveterada a la que no le permitieron fumar durante el vuelo.
A Gonzalo Mallarino, su creador, lo vi por vez primera en su sacro despacho, hace algunos meses, con motivo de una entrevista que se me encomendó hacerle para la televisión. O tal vez desde mucho antes, cuando nos unieron un par de niñas atrapadas en un centenario mausoleo del Cementerio Central. Y quizá, por qué no, a Adelaida la debí ver caminando alguna vez por La Candelaria cuando los 90 comenzaban.
Pues bien… Gonzalo Mallarino, Agustín Nieto Caballero y su polémico legado, Villa Adelaida, el Gimnasio Moderno, las niñas Bodmer (las del mausoleo), y mi Adelaida compañera de viaje, entre otras cosas y seres, desde hoy tienen todo, o casi todo en común. Me imagino que hasta el momento esas piezas expuestas no tienen sentido. Pero ya habrán de tenerlo.
La historia es como sigue…
No importa cuán solo esté, siempre que entro al Gimnasio Moderno tengo la sensación cálida y solemne de contar con un anciano bonachón, octogenario y sabio como acompañante. Y una vez atravieso las paredes del claustro, hacia adentro, me invade un cierto aroma automático a nostalgia.
Como Adelaida, cuando sueña, miro a todos los flancos y casi nunca hay nadie junto a mí. Ayer, supe que él era, tal vez, la transfiguración espiritual de don Agustín Nieto Caballero, fundador emérito de la institución, hoy protagonista de titulares de prensa por el sonado caso de aquella casa que una vez fue suya, que bautizó así en homenaje a su señora esposa y que hoy quieren convertir en centro comercial: Villa Adelaida.
Esta vez llegué con prisa, a contadas horas de tomar un vuelo hacia Ciudad de Panamá, con el único fin de visitar a quien, a fuerza de corroborar obsesiones, intereses, aberraciones y psicopatías compartidas ha terminado por convertirse en mi preferido entre los escritores jóvenes bogotanos.
Él se llama Gonzalo Mallarino Flórez y es, de alguna forma, el padre adoptivo de Adelaida, protagonista de “Los otros y Adelaida”, la última parte de su “Trilogía Bogotá”, cuyas primera y segundo tomos llevan por título “Según la costumbre” y “Delante de ellas”, sin duda uno de los más brillantes textos escritos en los que la Apenas Suramericana haya sido protagonista.
De momento voy en la página 102, pero ya sé de la existencia de Adelaida; de algún bloque en Pablo VI, al que imagino azul; y de Angélica; y de Milton; y de un hombre de apellido Encinales, que hasta el momento me inspira confianza; y del sospechoso abogado Arcos, que vive en Sears, como yo cuando nací; y de la primitiva mujer Lucy, que fue Lucy in the Sky with Diamonds; y de Virginia; y de don Otoniel, un zapatero cómplice; y de otros más, a los que mi memoria reciente y falaz no me permite recordar.
Así las cosas, y con motivo del ya no tan reciente lanzamiento de “Los otros y Adelaida” me permití sostener con Mallarino la charla que a continuación transcribo.
AO: Hoy es último de febrero de 2007. Estamos en compañía de Gonzalo Mallarino Flórez.
GM: Y estamos en el Gimnasio Moderno. Viendo los campos del colegio y los cerros allá detrás, al norte.
AO: Además disfrutando a lo lejos de la presencia tutelar de Agustín Nieto Caballero. Uno de los personajes más importantes en la educación y en la pedagogía nacionales.
GM: ¿Usted sabe que estamos en la oficina de él? Esta oficina que ocupo yo hoy era de don Agustín. Su última oficina.
AO: Sí. Yo vi una foto. Creo que algunos de los muebles se conservan.
GM: ¿Se acuerda? Yo se la mostré. Aquí están las bibliotecas, los muebles de él…
AO: Este es un claustro muy interesante. ¿No?
GM: Muy bonito. Este es un lugar muy lleno de esperanza y de sensibilidades.
AO: ¿Qué siente usted al trabajar aquí? ¿Una responsabilidad? ¿Una magia diaria?
GM: Sí. Más bien lo de la magia. Yo soy economista, como usted sabe, y me gané la vida siempre en el mundo empresarial. Hasta por ahí el año 98, en que cambié de oficio.
Me vine al Gimnasio Moderno porque acababan de nombrar de rector a mi compañero de pupitre, al “Ovejo” Bayona, así que me llegué a trabajar con él aquí.
Y Carmen y yo nos pusimos a pensar y aprendimos a ganarnos la vida y a vivir de otra manera: a vivir con la décima parte de lo que nos ganábamos antes. Y mi vida cambió totalmente. Hago lo mismo de las cosas financieras y administrativas, pero para estos pelados, para este sueño que se llama el Gimnasio Moderno. Y ahí, en el 98, empecé a trabajar en serio en la trilogía de novelas y de escribir en forma. Yo lo que quiero ser cuando “grande” es escritor.
AO: Cómo si ya no lo fuera. El caso es que es una generación muy interesante la suya. Se puede hablar de muchos personajes que pertenecieron a ella con mucha relevancia en el contexto creativo nacional. Compañía Ilimitada, por ejemplo. Hablemos sobre Compañía Ilimitada y su “María, perdóname la demora”, que es una de sus historias, hecha canción.
GM: María, que es mi hija mayor, nació y fue la primera descendiente de la promoción del Gimnasio Moderno del 77. Claro está: No quiero decir que haya nacido en ese año, sino mucho después. Éramos un grupo de seis amiguetes del Gimnasio Moderno (“El Ovejo”, Juancho, Pyyo, Poli, Armando “El Pato” Fuentes. Entonces cuando María nació Juancho y Pyyo se demoraron para visitarla hasta que cumplió un año de edad. Y para disculparse le hicieron esa canción: “María: perdóname la demora”. Que es muy bonita ¿No?
AO: Bonita forma de disculparse.
GM: Eso pasó hace muchos años, Andrés. Usted era chiquito. Sí es que había nacido.
AO: No yo estaba joven. Pero tengo plena conciencia.
GM: Sí. ¿Usted oyó Compañía Ilimitada?
AO: Sí. Yo oí “Contacto”, “Siloé”, “María”, una canción llamada “Globos”. Bueno… en fin.
Usted comienza a publicar poesía comenzando los 90 o terminando los 80. ¿Verdad?
GM: A mediados de los 80. El primer libro de versos es como del 86. Yo he escrito cinco libros de poesía: “Cármina”, “Los llantos”, “La ventana profunda”, “La tarde, las tardes”, y “Vara de buscar agua”.
AO: Hablemos de “La tarde, las tardes”, que es lo que yo más conozco. No lo mejor, tal vez, pero sí lo que más conozco de su poesía. O mejor,lo que menos desconozco. Hay una suerte de relatos, si cabe la expresión sobre personajes. Hay uno sobre un quindiano. Está Doña Briceida, personaje recurrente en su obra. ¿Ellos existen?
GM: Ellos existen en la medida en que a todos los hemos visto. Son colombianos muy verdaderos, muy genuinos. O yo espero que lo sean. Todos los hemos visto pasar. Son colombianos perfectamente sencillos y del común.
Entonces, en ese sentido son una quintaesencia antes que una personalidad en particular. Esa primera parte de ese libro de poesía, “La tarde, las tardes”, que son ocho o 10 retratos supone retos distintos. Es que escribir poemas de dos o tres páginas es otra cosa. Pero creo que logré templar los renglones y que quedaran como versos y contar el caso humano de esos colombianos que me conmovieron y que están ahí y que los vemos. Es cosa de mirarlos con atención para saber cuál es su historia. Además hay un autorretrato.
Esa es la primera parte de “La tarde, las tardes”. La segunda es una forma más convencional de versificar, por así decirlo, en donde están las viejas cosas que siempre me han rodeado: la infancia en Cali, la llegada a Bogotá, el amor, la intimidad, los besos, la melancolía. Los temas de la poesía son los mismos desde Safo.
AO: La familia Mallarino, o digámoslo mejor, Mallarini (porque es un apellido italiano que en principio se pronunció en esa forma) se ha mantenido vinculada con frecuencia a la vida intelectual colombiana. ¿Desde dónde viene esa virtud genética?
GM: Don José María, que fue el primer Mallarino que llegó a Colombia, era un hombre según lo que yo creo “de poco brillo intelectual”. Era como un tercero, un secretario del Virrey Espeleta. Pero su hijo, que llegaría a ser Presidente de la República, don Manuel María, ya tenía una inclinación muy marcada por el ideal clásico. Ellos eran tipos que arrancaban como nuestros mayores, como nuestros abuelos, del latín y del griego, y leían en serio, gente muy formada. Después de don Manuel María vino don Víctor, que ya fundó un colegio, se educó en Londres como hijo de un Presidente.
Y de ahí para allá las humanidades se fueron acentuando enormemente. Hasta la presencia, tal vez, de Víctor Mallarino, mi tío, el papá de Víctor, mi primo, que ya se ganaba la vida, recitando versos, como declamador. Y era autor de teatro y autor lírico. Después mi papá, que dejó un par de novelas, colecciones de cuentos y una obra periodística más o menos original. Hasta nosotros, aquí, ahora.
AO: Hay una trilogía de la que yo conozco dos de sus tres partes. Pero dos de tres no está mal ¿Verdad?
GM: No. No está nada mal.
AO: Me gustó mucho. Me pareció un gran retrato de Bogotá y es de lo que más me ha entretenido en tiempos recientes. En resumidas cuentas es un relato muy ligado al tema de la medicina, la enfermedad, los padecimientos sexuales, la infección, los moralismos que rodeaban al mundo en el pasado. ¿Cuál es la motivación de esa hasta ahora “bi-logía”?
GM: Entre otras… ¿Se podrá decir “bilogía”?
AO: Bueno… incurramos en un neologismo.
GM: ¡Listo! Creemos el neologismo. Bueno… Hasta los años 95 y 96 yo era el autor de estos libritos de versos. Pero ya desde hace rato quería escribir una novela. Y sobre todo sabía que había un material que debía tratarse con otro método. De una forma más persistente, acumulativa. No era el material de la poesía sino el de la novela.
Después fui clarificando mis entendederas y mis propósitos, y haciendo clara la cosa de Bogotá. Que empezó a volverse obsesionante. Sueños y sueños sobre la Bogotá de antes. Además, sueños que no eran placenteros. Que me llenaban de angustia. Yo exploraba mucho el psicoanálisis, pero eso sería materia de otra conversación. Finalmente me di cuenta de que la historia tenía que ser en Bogotá. Por esos días leí unas páginas muy bonitas de don Tomás Rueda Vargas, que además fue rector de este colegio…
AO: Una gran pluma don Tomás ¿No?
GM: Sí. Una de las más bellas plumas castellanas con sus escritos de la sabana. Poco se lee a don Tomás ahora. Pero en esas páginas habla de un desfile de coches que hubo en 1904 entre la Plaza de Bolívar y el “distante caserío de Chapinero”. Fueron 100 calesas, 100 coches adornados. Todo eso debió ser muy bonito. Entonces decidí escribir la novela ahí. Me fui a la Luis Ángel Arango para investigar sobre el desfile….
(Suena de repente la campana que anuncia el descanso).
…y no encontré nada. Lo que veía era el número 606. Siempre 606: 606, en letras de molde grande en periódicos de la época. Y me di cuenta de que era un remedio para la sífilis (salvarsán o arsfenamina). Entonces dije: ¡Esta es la noticia! Los boticarios y los médicos diciendo “llegó por fin el 606”, que era una derivación del arsénico que curaba la sífilis y se llevaba por el camino el sistema nervioso, el sistema digestivo y buena parte del sistema pulmonar.
Ahí empecé a pensar en la novela. Hice una investigación muy larga de cómo era la enfermedad, cómo era la Bogotá de entonces, como se infectaba la gente, cuáles eran los síntomas, cuáles eran las posiciones morales y éticas (como usted dice), cuáles eran las posturas de las mujeres. Me di a la tarea de escribirla y arranqué.
Y la novela me estaba saliendo sumamente mala, a pesar de tener esa información tan bonita, tan especial. Así que tuve una larga discusión conmigo mismo acerca de cómo tenía que escribirla. La única salida la encontré en la poesía. Volví a los versos. Me di cuenta de cómo formulaba yo las ideas en la poesía, con unidades de sonido, de color y de visión, y empecé a tratar de escribir la novela así, con una sintaxis especial. Entonces prescindí de los puntos seguidos, de los puntos y comas, de las comas y comencé a encontrar un instrumento lingüístico.
De ahí ya salió la primera novela divinamente. Hecha ésa me di cuenta de que tal vez tenía oxígeno para seguir nadando y pensé en hacer tres novelas. Hice la cosa acotada de los 100 años entre cada una, y esto me tomó 10 años.
AO: Es interesante cómo a lo largo de estas obras vamos descubriendo el tono de los personajes, y viendo cómo uno nos habla en una especie de monólogo interior.
Pero además uno se encuentra con una serie de alusiones tal vez vedadas a figuras importantes de la historia real: Doctor Moncada Hotz, “Calabacillas”… y piensa en el apellido Hotz y en el Bufón Calabazas. ¿A qué se debe esa obsesión con dejar pistas ocultas?
GM: Son más bien guiños y homenajes amorosos. “Calabacillas”, como lo dice usted, lo saqué de un cuadro de Velásquez. Yo tenía ya a mi personaje médico, pero necesitaba un antagonista. Y quería narrar en primera persona la novela. El doctor Piñedo, como médico, tenía muchas zonas inalcanzables de la vida bogotana, de la geografía bogotana, de la actividad de los bogotanos. Entonces necesitaba un personaje como este.
Al Doctor Moncada Hotz, le puse ese segundo apellido porque la primera mujer ginecóloga que hubo en Colombia, que era de ascendencia suiza tenía por nombre Anna Hotz. Son cosas sentimentales.
Si usted busca bien hay muchas alusiones a Lorca, al Arcipreste de Hita, a cosas ligadas a mi formación. Pero lo importante no es eso. Lo importante es lo que usted dijo: la voz de los personajes. Una novela empieza cuando los personajes, o al menos cuando UN personaje empieza a hablar, y la voz suena con verosimilitud.
Ahí lo único que usted tiene qué hacer es ubicarse detrás del personaje, prender su camarita e irse detrás de él. No meter la mano contaminando la obra con sus predilecciones y fobias. Y no hacer eso que se hace tanto con esa cosa tan masculina de que van por todo el mundo, conquistan a todas las mujeres, comen en los restaurantes: ese nuevo cosmopolitismo de ahora, que es muy aburrido.
Hay que dejar que los personajes vivan y avancen solos. ¿De dónde sale ese material que define el destino de los personajes? Sale de su estómago, de sus sueños, de sus tripas, de su inconsciente. Así es que vale la pena escribir, según entiendo yo. Pero no haciendo cosas eruditas o protomasculinas. Eso es muy aburrido. Descreo mucho de cierta novela nuestra que se está haciendo así. Además se hace así, intencionalmente para que viaje bien, y se pueda traducir bien, y llegue a las grandes masas. Eso me parece muy tonto. Y el resultado son novelas muy flojas. Claro: Hay otras muy buenas en este momento. Mucha gente escribiendo. Hombres y mujeres de muchas edades. Eso está pasando en Colombia.
AO: La protagonista de la segunda novela se inoculó el virus de la sífilis en su afán por curarlo. ¿Usted habría hecho lo mismo en su afán por escribirlo, para acercarse a la temática y a una mayor afinidad con la enfermedad?
GM: Yo creo que de hecho lo hice simbólicamente. Imagínese: Pasarse a vivir 10 años esas novelas y esas enfermedades tan tremendas. Y narrar 300 páginas en la voz de una mujer.
Créame que me tocó inocularme esa mujer muy intensamente, muy verdaderamente en las venas. Porque yo no podía falsear la voz de las mujeres. Hasta que la tuve, hasta que no me salió de las tripas. Hasta que empezaron a hablar Raquel, Alicia, Noemí, Adelaida, la de la última novela.
Eso tomó muchos años. Fue una cosa muy interior, muy extraña, muy inconsciente. Literalmente uno se pasa a vivir al cuerpo de sus personajes. Los personajes son todo: Si la voz de ellos no está sonando no hay novela que valga.
AO: Si alguien se pone a ver la convivencia de Alicia y Noemí, por ejemplo, se va a enojar mucho. Yo me enojé con esa incomunicación. ¿Es muy diferente ese personaje de la tercera parte? ¿Con que clase de mujer nos encontramos? ¿Con una típica joven de los 80?
GM: Exactamente. A Adelaida sí pude haberla conocido yo. Pudimos haber bailado en La Teja Corrida en los 80. Conozco sus jeans, sus caderas, las botas de cuero, el pelo pluvial, mono. Ella vivía en Pablo VI.
Adelaida es la combinación de por lo menos tres o cuatro mujeres del pasado. El nombre es uno, la piel es otra, la voz es otra, la melancolía es otra. Es de todas la que yo conozco mejor y tal vez la que quiero más.
La novela que cierra la trilogía mantiene las dos o tres reglas generales que establecimos: La estructura, la sintaxis, la forma de construir los capítulos son idénticas. El ámbito sigue siendo geográficamente Bogotá, y lingüísticamente hay un terreno que todos reconocerán.
Evidentemente el castellano que nosotros hablamos en Bogotá en todas las capas de la sociedad y en todas las ocasiones y circunstancias fue cambiando de forma imperceptible hasta convertirse en el que hablamos ahora.
Eso es lo de la voz, en lo que tanto insisto. Si yo me expreso mal ahora y alguien se da cuenta de que me equivoqué, cierra el libro de inmediato. Ese trabajo lingüístico fue largo y arduo, hasta quedar bien construido.
No diremos mucho más de Adelaida. Sólo que va con su niña chiquitica, María Paula, la séptima generación de las tres novelas, a sacar el Pasado Judicial porque acaba de obtener un puesto en Colcultura. Le toca la bomba del DAS y le matan a su chiquita. Y ahí empieza la tercera novela que llega ya hasta el final del siglo.
AO: Y la estaremos leyendo. Muchas gracias por estar con nosotros aquí. Este fue un acto de nepotismo, porque además estamos emparentados por el lado de las niñas Bodmer. ¿No?
GM: ¡Claro! ¡totalmente! Gaspar Bodmer es una clave secreta entre Andrés y yo. Y además hemos escrito un cuento a cuatro manos, que supone una hipótesis muy bella y es que cuando yo escribí mi parte, Andrés no había nacido, pero luego nació y adquirió cordura e hizo su parte, y ahora ese cuento es de las dos. Narra la historia de las niñas Bodmer. Vayan a visitarlas. No tienen nada que ver con lo que hemos estado hablando en esta charla. Pero son dos chiquitas que se murieron, y su estatua está en el Cementerio Central. Es un lugar emblemático y sagrado para Andrés y para mí.
(Para oír la entrevista completa, por favor haga clic aquí)
Transcrito en Ciudad de Panamá, el 1 de marzo de 2007.