“Y si te toca llorar
es mejor frente al mar.”
Joan Manuel Serrat, Pueblo blanco
“The ocean is a desert with its life underground
and a perfect disguise above.”
America, A horse with no name
“I’d like to be,
under the sea,
in an octopus’ garden with you.”
The Beatles, Octopus’ Garden
Por muy bogotanas y prejuiciosas razones he sido confeso adepto al páramo, al aire acondicionado, y a mi propia e ignorante vez detractor irracional del calor tropical. Pero ayer entendí como nunca que había algo llamado mar.
No ese mar ordinario y predecible en el que estuve decenas de veces, del que todos los días oímos en cursis poemas de colegio, y al que siempre solemos ver en horribles calendarios colgados en las tiendas, con lecciones de vida, bronceadores, piñas coladas, ceviches de camarones, obesos y sudoríparos bañistas, palmeras y escenas playeras adjuntas.
No. Era algo llamado mar. Silente y calmo, por momentos. Alterado y temible en otros. Pero era otro mar.
Ahí entendí la enfermiza insensibilidad que dentro de mí estuvo encerrada durante mucho más tiempo del razonable al quejarme por las altas temperaturas circundantes al trópico y por los enjambres de insectos hematófagos que en éste viven.
Era el tonto arquetipo coreado a gritos por las agencias de viajes, con impúdica gimnasia, planes turísticos venidos a menos y jugueteos tropicales incluidos. Eso, ante el enigma mayor que es el, ese mar, pierde sentido.
Algunos panameños suelen sumergirse en él “para quitarse la sal”, costumbre agorera a la que no obstante encuentro sensata.
Porque debe haber, detrás de ese viento que sin pretensiones sopla tras el mar, y tras esas más que navegables cantidades de agua, algo de mayores dimensiones que la evidente y pragmática funcionalidad del ecosistema, que por cierto mucho tiene de milagrosa.
El mar, aquel mar escondido y aún no del todo vulgarizado por la decisión humana. Ese mar al que nunca entro, por el que nunca he buceado, al que sólo he visto a través de Animal Planet, de libros de biología marina o de Discovery Channel. Ése. Ese es el mar del que hablo.
Aquel mar al que muchos quisieran, de absurda e incomprensible forma, ver a 10 minutos de distancia de Bogotá. Aquel mal al que Melissa nunca, en sus 18 años de terreno existir, ha venido. El mar al que Neque no viene desde hace 12.
Ese mar, todavía incomprendido por quienes se suponen sabios en el ramo. Aquel que adivinamos con dificultad desde los salones del Smithsonian Institute o en algún momento de silencio solemne y dubitativo.
Aquel al que creí entender por primera vez, en una noche demasiado clara para ser del todo llamada noche, en Santa Clara, frente al Pacífico, yendo por carretera al “interior”, que es como suelen decirlo de estos dos lados del océano.
Ciudad de Panamá, 5 de marzo de 2007