De seguro, si el presente texto fuese leído por Florence Thomas o por alguna feminista inveterada, yo sería víctima de toda suerte de insultos, vituperios, y procacidades de doloroso calibre, con acento afrancesado. Y de hecho estoy listo para serlo.

Pero, más allá de lo anterior, me sostengo en mi terco postulado de que el día de la mujer no es nada distinto a una perpetuación eterna del sometimiento, la desigualdad y las diferentes formas de discriminación de las que las damas han sido víctimas por los siglos de los siglos.

Hoy, desde las primeras horas de la mañana, contemplé a decenas de mujeres portando una flor como estandarte inamovible de lo que supongo ellas creen que es un momento de reconocimiento a su rol en la sociedad. En sus rostros se dibujaba un gesto ingenuo y cándido.

La leyenda acerca del origen de esta conmemoración, no comprobada, nos remonta a 1857, cuando unas empleadas de una fábrica de Nueva York perecieron inmoladas a causa de un incendio funesto ocurrido mientras ellas protestaban. Un doloroso hecho que, por desgracia, no ha podido ser debidamente documentado o pormenorizado por historiador alguno.

Sería una supina estupidez el no reconocer la importancia de la mujer como una de las entidades vivas de mayor trascendencia en este crisol de inequidades que es el mundo. Pero creo que también lo es el hacerlas partícipes de esa anual comedia que es el día de la mujer.

Hoy, por casualidad, oí a Willy Flechas en Tropicana congratulando a cuanta jovenzuela osara a llamar a la radioestación, cosa que de entrada me resultó molesta. Más aún, lo que en realidad encontré preocupante es el que muchas de ellas cayeran en el juego, respondiendo, en tonos casi idénticos: “Ay… ¡Tan divino!”.

Hace algo más de 100 años, cuando un hombre aniquilaba a su mujer por causa de infidelidades insoportables, a éste se le trataba en indulgente forma bajo el pretexto de haber obrado bajo los efectos de la “ira e intenso dolor”. Por fortuna las cosas ya no son así. El derecho al trabajo o al voto femenino son inalienables y razonables, como lo son los de cualquier ser humano. En otras palabras hablamos de un equilibrio en términos de legitimidad, lógico, entendible y justo, desde cualquier punto de vista.

Empero, esta suerte de consideraciones especiales, al hacer de un día al año el momento para recordar la magnificencia que reviste la feminidad es un despropósito de la peor estirpe.

Recuerdo que alguna vez, cuando aún transcurrían mis días de paria universitario, pude contemplar como en el auditorio de mi alma máter se obsequió un emparedado de jamón, queso y lechuga y un zumo de naranja hiperglicemiante a las mujeres con motivo de su día. Nunca antes había encontrado tan apropiada aquella tradicional y cliché máxima de: “al pueblo pan y circo”. “A las mujeres pan y circo”.

Suena cursi. Lo sé. Pero si yo fuese mujer no soportaría el que se me confiriera un día al año a manera de premio de consolación por los daños y perjuicios recibidos a lo largo de centurias enteras de maltrato.

Tal proceder equivale a aseverar que “como tú eres mujer y el resto del año nos pertenece, te ofrendaremos un día para que sientas que tu existencia en el terreno mundo tiene algún valor”.

Puede ser algo tonto desde el punto de vista argumental. Pero… ¿por qué no hay un día del hombre, si se trata de justicia y equidad?

Así las cosas creo que todas mis conocidas, parientes, amigas, colegas y amores, se privarán, al menos durante el día de hoy de oír la sarta de precariedades lisonjeras o de obtener la seguidilla de regalos de rigor en este deplorable día, que no es otro, sino “el día oficial de la exclusión”.