Llovía con dolorosa profusión. El cielo lucía un gris contundente, implacable, inapelable. La gotas, perpetuas y espesas, se esparcían como cristales granulados sobre el asfalto frío y húmedo de la carrera 46.
Ayer vi nevar en Bogotá. Ayer mis zapatos eran pequeñas canoas de goma y lona ajedrezada flotando en un río sólido. Diez centímetros de agua molida adornaban la entrada de ese edificio un millón de veces recorrido sin razón alguna.
El resfriado, gélido, congestionado e inevitable, era la única verdad venidera. El recuerdo de un día demasiado anterior como para parecer posible resoplaba como vaho de tinieblas cuando eran las 3:39.
La tarde iba muriendo prematura. Como presagiando el dolor de una imposibilidad definitiva. Como cantando la ausencia de todos los días. Como reclamando para sí una palabra más fuerte que granizo.
Ayer era martes y la semana se adivinaba un tanto reciente como para recibir calificativo alguno.
Mi cuerpo congelado maceraba sin quererlo las pequeñas esquirlas caprichosas, metereológicas e instantáneas de una hora sin sol, sin palabras. Dibujada como pequeñas manchas acuosas sobre la tela de una camisa pálida y azul.
Los minutos no eran de nadie. Las palabras yacían asustadas, sin dueño, sin propósito. Las pequeñas salpicaduras se esparcían traviesas sobre los vidrios de alguna portería en ladrillo.
Los extremos del pantalón estaban plegados, aferrados a una húmeda solemnidad. Las horas recitaban su propio soliloquio de lamentación, esperando por nada. Los perros corrían espantados por la inmensidad climática.
Ayer el cielo se hizo nieve. Mis recuerdos sobreaguaron sin piedad en algún rincón anónimo de una ciudad sin nombre.  Las nubes se espolvorearon ingenuas sobre la calle 26, reventándose contra el suelo. No había nadie. No hubo nadie. Ayer, mientras caminaba solo, vi nevar en Bogotá.