En ocasiones, más tardías que tempranas, tendemos a conmovernos a posteriori con aquellas cosas que hemos perdido. Como si la ausencia y  la desaparición fueran el único pretexto suficiente para dotar a aquello que alguna vez tuvimos y que ahora no existe de un valor que jamás quisimos conferirle en vida.
El desigual conjunto arquitectónico de Bogotá es un claro testimonio del desarraigo y las políticas errabundas, subjetivas y blandas en torno a la preservación o demolición de los bienes inmuebles que sobre ella se erigen.
Es suficiente con dar una mirada, por ejemplo, a la asimetría, a la irregularidad y al diacronismo que reinan sobre nuestras vías arterias, la Carrera Séptima y la Avenida Caracas entre ellas.
Podemos hallar en un intervalo no superior a 100 metros ejemplos de una extraña cohabitación de casas en ladrillo construidas en los 50, con propuestas de los 70, a la vez que algún edificio con las pretensiones pragmáticas de funcionalidad de los 80 se cuela entre ellos.
Recuerdo con especial resquemor cuando, tras retornar de un corto viaje, por allá en 1996, la casona ubicada en la Carrera 7 No. 75-83 fue derrumbada para abrir paso a un vulgar aparcadero de vehículos automotores.
Nunca habría imaginado que las entidades curatoriales del Distrito estaban en la inepta e irracional capacidad de permitir tamaña desfachatez, bajo el pretexto de amenaza de ruina, depredadora, destructiva y mercantilista hasta más no poder.
Crímenes como el anterior proliferan en todas las coordenadas de la ciudad, ante la mirada apacible y complaciente de las entidades encargadas de regular tales procedimientos.
Un cierto clima de triste nostalgia es lo que invade las mentes y almas de quienes aún gozan de una mínima dosis de sensibilidad, mientras observan cómo esa ciudad que un día creyeron suya, va yéndose al piso, transformada en escombros.
Aún hay lugar para el dolor al darnos cuenta de que, sobre las ruinas de esa Bogotá que un día creímos propia, comienza a erguirse una nueva ciudad, reciclada, funcional y desechable. Todavía hay quienes guardan la estoica disposición de sufrir ante la sarta de crímenes que en nombre del progreso y la modernidad se han perpetrado en contra de esa entidad indefinible a la que se llama patrimonio.
Preguntémoselos a aquellos bogotanos que hoy bordean los 70 y que algún día disfrutaron de una inolvidable noche de juerga en el desaparecido Hotel Granada, derribado, qué paradoja, con el fin de dar lugar al Banco “de la República”. Indaguemos entre quienes alguna vez quisieron cambiar el sistema, acuartelados en las discotecas y tenderetes de la hoy desfigurada Calle 60.
Y, sin ir más lejos, inquiramos acerca del desaparecido monumento a los campesinos en ese banco antes llamado Ganadero y hoy, por cuenta de fusiones y menjurjes bursátiles, rebautizado como BBVA.
Aún así sigue siendo insoportable el ser testigos de la forma en que nuestra propia casa, que es ese corredor urbano del que a diario nos valemos, a veces ignorándolo, va haciéndose polvo. De esas cenizas puede surgir otra urbe, más efectiva en el sentido práctico y utilitarista del término, pero bastante menos carente de espíritu y significado.
Duele, de cualquier manera, entendernos imposibilitados para resolver esa dinámica de autodestrucción de la que nuestra ciudad es protagonista.
Comprender que los juicios de valor y conservación bailan al capricho de la administración o la entidad reguladora de turno. Dar por hecho que este ciclo carece de términos fijos y que la Bogotá que conocemos guarda poco en común con la de nuestros bisabuelos. Y que de hecho la actual no se parece en nada a la que habitarán quienes de nuevo, a la vuelta de 100 años, repitan la tragedia eterna del cambio desafortunado.

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