Recuerdo que, por allá en 1982, con motivo del primer Campeonato Mundial de Fútbol del que albergo algún recuerdo, decidí coleccionar las estampas clásicas del álbum de Panini. Cada fotografía, cada imagen, cada caramelo estaban acompañados de datos esenciales acerca de los jugadores en cuestión.
Algo en lo que reparé por entonces fue en las edades de los miembros de cada seleccionado. Todos, sin excepción alguna y como es lógico suponerlo habían nacido en los 50, o a lo sumo en los 60. En ningún caso había representación alguna de décadas posteriores. Era el orden natural de las cosas y así lo entendí desde ese momento, a mis seis años.
Similar era el caso de los músicos. Colin Hay, de Men at Work, y Cindy Lauper vinieron al mundo en 1953; Michael Jackson en 1958. Como debía ser.
Luego empecé a concentrar parte de mi pueril atención en los certámenes de belleza. En las biografías de las mujeres del momento, —Marcela Hurtado y Susana Caldas Lemaitre entre ellas—. De nuevo estaba claro que casi todas las beldades en boga habían llegado al mundo en la década prodigiosa. Era normal.
Pero, de unos años a la fecha, he visto cómo reinas, deportistas, actores, actrices, líderes políticos y estrellas de rock tienen mi edad, y, más triste aún, son más jóvenes que yo. ¿Es concebible acaso que a la fecha alguien de 18 años haya nacido en 1989? Me cuesta creerlo.
Algo parece no estar funcionando bien en el mundo. Ahora resulta que Alex Turner (vocalista de los Arctik Monkeys) comenzó su terrena existencia en 1986 y que John Hassall (bajista de los Libertines) llegó al planeta en 1981. Leonardo Messi (delantero del Barcelona) es de la cosecha 1987,  Absurdo… ¿no? Somos unos vejetes valetudinarios y se nos fue el tiempo.
Muchos jóvenes no saben quién es Fernando González Pacheco, e ignoran por completo que en 1988 hubo algo llamado Concierto de Conciertos. Tampoco tienen claro que alguna vez la televisión se reducía a dos canales nacionales o que antes de Microsoft Messenger existieron cosas llamadas mIRC o ICQ.
Lo anterior me ha llevado a concluir que, cuando los seres humanos de gran reconocimiento universal o local comienzan a ser menores que nosotros es el momento tardío de preocuparnos. De darnos cuenta de lo poco que hemos hecho con estos tres decenios de vida, que se fueron.
En algún momento me propuse, amparado en la dignidad, no celebrar la carrera de alguien que osara, por infame capricho del destino, tener una edad inferior a la mía.
Pero ahora que los años van cayendo con todo su ímpetu sobre mi generación he tenido que admitir que cada vez me alejo más de esos días en que era excepcionalmente joven y que otros vendrán a hacer lo que los de mi edad no conseguimos.
Ahora veo con tristeza que los segundos se me fueron volviendo años y que mientras yo esperaba a crecer hubo otros que consiguieron aprovechar su tiempo de manera más fértil, prolífica y productiva. Algunos nacieron en 1984, y otros, ¡sí! Otros en 1986, cuando yo ya era un preadolescente en ciernes.
Dirán muchos, con toda razón, que es el orden natural y obvio de las cosas. Pero a mí nadie me lo advirtió.
Nadie me dijo que los años implacables e imperceptibles iban derrumbándose uno a uno, como cuentagotas martirizantes sobre mis días. Y que soy, en contra de mi propio concepto sobre mí, un vejete para quien la veintena ya es un recuerdo, cada vez más distante.
Duele saber que la vida se va, como un perfume, enmarañada en un manojo de años con fecha de caducidad. Pero así es. Y cada día, no importa lo mucho que lo neguemos, se nos va apagando el alma un tanto.