A diario, como si se tratara de una jugada desleal del sistema, Bogotá va convirtiéndose en una ciudad de arrendantes y deudores, a la vez que desaparecen esos distantes tiempos en que podíamos tomarnos la licencia de soñar con ser propietarios.
Sí. Hay potentados, latifundistas y terratenientes. Pero son una minoría exclusiva. Y como su etimología parece indicarlo no es coincidencia la evidente y molesta similitud entre lo exclusivo y lo excluyente. Son aquella franja minúscula de ese vertiginoso triángulo isósceles en donde la concentración de la riqueza en los pocos es grafica y dramáticamente evidente.
Se trata de una de aquellas trampas publicitarias en las que acostumbramos a caer, como indefensos insectos atrapados en una inmensa y circular telaraña.
Las vallas señalan a familias rebosantes de alegría disfrutando de las bondades de bellas viviendas con amplias zonas verdes y metros cuadrados a precios razonables. Con letras minúsculas aparece altivo el logosímbolo de la entidad encargada de sostener la mentira en salas de ventas y apartamentos modelo.
En los avisos de prensa y pendones, gentes de todas las edades muestran la más falsa de sus sonrisas con el mercantil propósito de convencer a los compradores en potencia de la engañosa bondad de hacerse dueños de alguna propiedad, vertical u horizontal, mediante accesibles cuotas diferidas a 20 ó 30 años y un abono inicial cercano a sus precarios alcances económicos.
Los nombres tienen un tinte de escasa originalidad: Arboleda de Castilla, Balcones del Pórtico, Mirador de la Sabana, El Rincón de la Alameda o Altos de Suba, intentando, en forma fallida, sugerir la idea de confortabilidad y placidez venideras.
Uno a uno, cautos e incautos van entrando en la eterna ronda en espiral. Pero al final de los días lo cierto es que aquel que decide hacerse a una residencia propia cancelable a plazos termina por pagarla unas tres o cuatro veces, en una dinámica exponencial y geométrica.
Es cosa infame el que las acreencias por conceptos de bienes raíces terminen por superar de lejos a los valores reales de éstos.
Primero fue el UPAC. Luego las siglas siniestras fueron reemplazadas por la nada innovadora UVR. No era más que una forma de cambiar de nombre a una enfermedad —y además terminal— que a la postre permanecería endémica. Porque en el tema de préstamos pagaderos a largos plazos sólo hay una verdad. Y es que la clase media vive a crédito y muere de contado.