Como usted falleció mucho antes de poderlo declarar buen o mal presidente, de poder saber qué habría sido del país bajo su gobierno, me permito la licencia de indagar dentro de mí acerca de ese porvenir que usted soñó, de ese futuro que jamás fue.
Sé de oídas que usted era un hombre generoso. Al menos eso cree mi abuelita Soledad. En una de sus correrías políticas por Calarcá ella fue a saludarlo y usted le extendió algunos centavos, para comprar golosinas, supongo. Ella era una niña quindiana de pelo rubio ondulado y tez blanca. Corrían los años 40. No creo que usted, doctor Gaitán, lo recuerde.
También he leído de su interés por declararse independiente de la oficialidad liberal, algo que al fin de cuentas no pudo hacer porque ello implicaba luchar contra una fuerza demasiado poderosa. Pero, pierda cuidado: No es usted el único. La historia siempre es la misma.
Me contaron sobre la malograda Unión Nacional Izquierdista Revolucionaria, concebida y fundada por usted, y me dijeron que su carrera se inició poco después de la sonada masacre de las bananeras en Magdalena. Me enseñaron a creer que usted quería un Estado más justo y que a su paso por Italia, cuando era un abogado en ciernes, había aprendido a admirar a Mussolini.
Algunos lo acusan de fascista. Lo definen como un caudillo sumido en una enmarañada ambigüedad de deseos y sentimientos. Le aborrecen por haber intentado uniformar a los conductores de taxis, en un afán por demostrar cierto ordenamiento urbano. No le perdonan haber combatido a muerte por la supresión del consumo de chicha. Hay días en que es difícil ser alcalde.
Allá, en lo que alguna vez fuera el edificio Agustín Nieto, hay una vendedora de lotería que suele llevarle flores cada 9 de abril. Allá hay placas en mármol dedicadas a usted. Supongo que ello debe enorgullecerlo. Allá y en todas partes circulan billetes de 1.000 pesos con su rostro grabado y una ilustración tomada de su manifestación del silencio. Mi amigo Iván García me dice que uno de los espectadores era pariente de él.
Por usted fue que un pueblo analfabeta empezó a usar el antes desconocido término de oligarquía. Era usted quien en plazas públicas se enorgullecía del color oscuro de su piel. Por eso le llamaron “negro Gaitán”. También fundó los “viernes culturales”, y créame, por favor, que jamás he oído esa expresión en ningún lugar del mundo.
Doctor Gaitán: después de usted fueron muchos. Bernardo Jaramillo Ossa, Rodrigo Lara Bonilla, Carlos Pizarro Leongómez y el mismo Luis Carlos Galán (apellido cuya sonoridad me hace rememorar el suyo propio). ¿Quién lo habrá matado?, ¿quién los habrá matado?, doctor Gaitán.
Respecto a eso no sé qué creer. Una vez fui curioso al hoy abandonado museo que fue su casa. Me dieron una copia de una cinta magnetofónica de un programa cubano de radio en donde un hombre señalaba con su dedo acusador a la CÍA. Su hija persiste en la búsqueda de culpables.
Admito ser morboso. Me divierte ir al Café Pasaje o al San Moritz para oír a cachacos ancianos esgrimiendo teorías de todos los jaeces con respecto a su asesinato, el magnicidio por excelencia en la historia de Bogotá, en el marco de la novena Conferencia Panamericana, con toda la sobreexposición que ello acarreó.
Me ataca la risa cuando alguien asegura haber estado presente en la escena del magnicidio y haber visto a individuos sospechosos con trajes oscuros, arengando a la muchedumbre para desviar la atención sobre el real autor del asesinato. ¿Fue Ospina Pérez? ¿Fue la dirección liberal? ¿Fueron, como ha dicho Lisandro Duque, quienes exaltados después del atentado intentaron darle agua a su cuerpo moribundo?
Y no sólo pienso en usted. Pienso en Juan Roa Sierra y en porqué le dieron muerte en lugar de preguntarle las motivaciones que se supone pudieron haberle conducido a cometer el crimen. Me han hablado de una cita que usted le incumplió, y me cuestiono acerca de si tal motivo fue acaso suficiente para perpetrar tamaño acto.
Leo a Arturo Abella, a José Antonio Osorio Lizarazo, a Álvaro Salóm Becerra, a Arturo Alape y a muchos otros cuyos nombres no tengo presentes. Y me cuentan sobre las atrocidades del “día del odio”. Y especulan, como yo, como casi todo colombiano, qué sería de nosotros si usted hubiese sobrevivido. Entonces, en un arrebato de sensatez histórica concluyo que usted, más que un recuerdo muerto, sigue siendo un protagonista fundamental de nuestra vida política.
Luego veo aterrado las fotos de una Bogotá distinta a la que todos los días habito. Y veo escombros, y veo cadáveres, y veo al entonces aprendiz de fotógrafo Manuel H., obturando su cámara frente a los despojos. Y veo a militares atrincherados, ocultos tras sus uniformes prusianos. Y la gente sigue corriendo. ¿Qué sería de mi ciudad si el doctor Gaitán no se hubiera ido tan pronto?
Lo ignoro, doctor Gaitán. No suelo creer en mitos e iconografías necrofílicas. Quizá su mandato no habría sido tan bueno o tan malo como para seguir hablando de él, claro está, si usted no hubiese adquirido la categoría de mártir inmortal aquel 9 de abril a eso de la 1:15. Porque hablar de los difuntos no está bien.
Así que hoy, sin conocerlo, como todos los nueves de abril me conformaré con pensar que su espíritu exaltado nos mira desde algún lugar, que esta ciudad no es la que era cuando usted fue su alcalde. Parece que me estuviera hablando. "Si avanzo, seguidme, si retrocedo empujadme, si me asesinan vengadme". Y elevo una oración por la paz en su memoria. ¡A la carga!