Hablar otra vez acerca de la gran mentira que es el milagro tecnológico como la definitiva y única solución a las problemáticas humanas e inhumanas suena, de entrada, aburrido, tonto, y enfermo de ese mal común a quienes se suponen pragmáticos, que es la obviedad.
Durante centenares de años los alquimistas buscaron con afán la manera –hoy a nuestro modo de ver absurda– de fabricar oro o de envasar el fuego (conceptos ambos dotados de una cierta poética mágica), pero a su vez despojados de lo que suponemos es lógico.
Con el advenimiento de revoluciones industriales, invención de imprentas, máquinas de vapor, relojes de péndulo, motores diesel, plantas eléctricas, luz artificial y demás parafernalias propias de la modernidad (y espero no incurrir en error alguno con respecto a la división ortodoxa de la historia), creímos, –y peor aún, seguimos creyendo–, haber encontrado esa fórmula taumatúrgica de conquistar el universo.
El concepto, sin embargo, es pretencioso y antropocéntrico. ¿Quién dijo acaso que el hombre es el núcleo supremo del mundo? ¿Bajo órdenes de quién hemos sido comisionados a alterar nuestro entorno según nuestra propia conveniencia?
Lo anterior comencé a creerlo en 1992, cuando por primera vez me sentí atemorizado, durante un sismo. No era el único movimiento brusco de tierra del que había sido hasta entonces testigo. Pero sí hubo en éste algo de diferente y fue lo que pensé una vez el pánico terminó.
El terremoto nos horroriza porque –y hago la salvedad de que no pretendo enarbolar ninguna proclama neohippie– hemos sido invasores históricos y despiadados del hábitat.
Si no hubiese edificios de 15 pisos; si no hubiese hacinamiento urbano; si no hubiese pesados muros y arquitectos inescrupulosos, no tendríamos porque sentir miedo de un temblor.
¿O es que las comunidades indígenas –y otra vez, no soy mamerto–, corren despavoridas cuando sus ligeras chozas se mecen tímidas ante el más fuerte de los terremotos? No lo sé. Pero supongo que no.
Luego la idea siguió acentuándose en mí cuando, en 1999, tuvo lugar una extensa huelga en Bavaria, que dejó a la ciudad sedienta de cerveza por meses y meses. Era evidente que el despojarnos del melifluo líquido era cosa que tomaba poco tiempo y poco esfuerzo, y que con facilidad éste podía escasear.
Pero tal conciencia apocalíptica llegó a su momento de mayor preocupación cuando, hace cosa de un mes, el país entero fue despojado del fluido eléctrico, a consecuencia –según se dijo– de un error humano. Como si la entera superestructura de nuestra sociedad pendiera de un cable.
Imaginen ustedes qué tan vulnerables quedaríamos a nuestra tecnodependiente suerte si una situación como esa se prolongase por horas y días. La ‘civilización’ perdería su débil soporte y al cabo de poco tiempo estaríamos experimentando una crisis descomunal que, sin exagerar nos llevaría a la muerte.
Pávlov fue sabio al desarrollar su teoría sobre el ‘reflejo condicionado’, concepto que engloba la ‘respuesta no innata a un estímulo dado que el individuo adquiere mediante aprendizaje’.
Una respuesta innata a un estímulo es, según él, la forma como un perro comienza a salivar con desesperación ante un inmenso filete de carne.
Una respuesta no innata es, por su parte, cuando tras ciertas dinámicas de entrenamiento, un perro comienza a salivar tras oír una campana, a la que por costumbre comienza a asociar con el mencionado y apestoso fragmento de carne cruda.
Me doy cuenta de cuán cotidianos resultan estos reflejos en nuestras vidas cuando, aun cuando no haya luz eléctrica en el hogar, accionamos los interruptores al entrar o al salir de nuestro lugar de habitación. Cuando, aunque hayamos sido, por cuenta de los tiránicos operadores de telefonía, privados del ‘indispensable’ servicio, solemos levantar el auricular a la espera de establecer comunicación. O cuando, más dramático aún, solemos abrir los
grifos, pese a la absoluta carencia de agua.
Hoy lo viví. Desde hace horas, a causa de la reparación de una válvula, el sector en donde resido se ha mantenido carente del vital líquido. Poco nos importa su presencia. Pero su ausencia nos devasta.
Al poco tiempo llega la sed. Los utensilios culinarios cubiertos por un tegumento turbio y grasoso. Los baños rebosantes de ese tufillo a amoniaco procedente de la humana micción. Los cuerpos rodeados por un vaho caliente y molesto que nos persigue. Los brazos pegajosos y apestantes a sobaquinas acres. Las fauces exhalantes de halitosis indecibles.
Es ahí cuando me duele –y reitero por la tercera de las veces que no soy abanderado de la mamertada ni de green peace–, el daño que a diario propinamos a nuestras fuentes hídricas y lo débiles que nos hemos hecho en menos de 150 años, por cuenta de estas nuevas prótesis tecnológicas, susceptibles de fallar.
Si por un momento nos parece sensato ponerlo en duda, recordemos las muchas veces en que hemos maldecido al cosmos porque el nodo de Microsoft Messenger presenta una falla general, o cuando un viernes lluvioso es imposible establecer telefónico contacto con los taxis libres del 2111111.
¿Quién habrá de ayudarnos cuando el dios Tecno decida irse a vacacionar?