Si bien la independencia tiene un costo, lo cierto es que tal cuantía a veces supera por mucho al beneficio obtenido a cambio.
La independencia de las naciones –en particular de las latinoamericanas– no fue nada distinto a una élite criolla en busca de un poder absoluto (disfrazado de colectivo), del que no podían detentar beneficio alguno en tanto estaba en manos de los españoles de sangre y cuna.
Al final es cuestionable el beneficio económico que al pueblo correspondió por tal iniciativa, y algo parecido ocurre con la laboral.
No voy a adentrarme de momento en honduras históricas, porque creo que esto arrancaría bostezos a los generosos lectores de estas líneas.
Pero sí entraré en ciertas consideraciones acerca de esa microindependencia laboral, a veces forzosa, en la que todos o casi todos nos hemos visto adentrados, a voluntad nuestra o en contra de ella.
Tiene mucho de interesante, en principio el saberse libre de todos los molestos avatares de la diaria vida cuando se es empleado. La tiranía infame de la mayoría de jefes, los pagos a destiempo, las somníferas juntas y comités, los insignificantes aumentos salariales, el cumplimiento de horarios esclavistas, la ausencia de lapsos vacacionales justos y demás.
Pero esa es otra historia a la que pienso dedicar un apartado completo.
Para comenzar no hay amparo prestacional alguno para el trabajador independiente. No hay primas, no hay horas extras, no hay descansos (si es que no se trata de descansos obligatorios no remunerados). En suma las compensaciones decentes no existen.
Por otro lado, se endilga toda una seguidilla de cargas impositivas a quien llega con su portafolio a cuestas para convertirse en lo que en innecesario inglés se denomina ‘freelancer’.
Se exigen cuentas de cobro que permanecen archivadas por meses enteros en los anaqueles de las oficinas de pagaduría, tesorería o jurídica. Se cobran cargas impositivas correspondientes a leoninos personajes, a tal grado que al momento del pago la contraprestación se ha reducido dramática e irrecuperablemente.
Son las desgracias diarias de quien osa ser independiente. Facturas represadas sin visible solución de pago, llamadas inútiles semana tras semana a odiosas recepcionistas, quienes de manera sistemática e insensible, contestan siempre con las mismas seis palabras como sentencias automáticas:
“Llame por ai(sic) en 15 días”.
¿Se habrá creado acaso una plegaria para elevar al santo mentor de los trabajadores independientes?
El independiente digita ingenuo sus claves de cajeros automáticos esperando la imposible llegada de fondos inexistentes a su cuenta de ahorros. Se aferra a una esperanza cada vez menos cercana.
El independiente vive a crédito y fallece de contado. Cada mes, ante la ausencia de dinero, almacenado en las arcas de sus espontáneos verdugos empresariales, se ve en la dolorosa obligación de solicitar periódicos préstamos a sus amigos, si es que éstos aún siguen hablándole después de haber hecho uso consuetudinario y desesperado de sus líneas crediticias.
Muy frecuente es el verle haciendo gigantistas e intangibles cuentas acerca de lo que llegará a hacer cuando por fin le paguen.
Puesto que el dinero le llega a cuentagotas su liquidez es cosa de una noche de cervezas y comida, pues el independiente siente la noble y comprensible necesidad de celebrar hasta por la llegada de la más ínfima cantidad a sus manos.
El independiente habla con falso orgullo de su condición, pero muy dentro de sí sabe cuántos tormentos semanales hacen parte de su sufrido trasegar terreno.
Es visitante frecuente de interminables filas en entidades bancarias, eterno cobrador de cheques por muy bajos montos. Está acostumbrado a las devoluciones y a los títulos valores cruzados que dilatan aún más la llegada del anhelado pago.
Con esto termina mi sincero homenaje a quienes como yo han vivido casi todo su laboral existir en calidad de independientes. O mejor aún, de dependientes de segunda de los caprichos corporativos.