La buena película de Baiz deja el frustrante sabor de no haber sido una película de época.

 

Ayer, presa de aquel suicida y frustrante tedio dominical que me aflige puntual cada siete días decidí, en compañía de una amiga, cumplir con extraña obligación autoinfligida de ver cuanto filmograma nacional se exhiba en salas de cine.

 

Lo hice, no porque sea un confeso fanático del mencionado arte, ni porque profese especial simpatía por la obra de Mario Mendoza, la cual por cierto desconozco, sino más bien por una suerte de solidaridad creativa.

 

No tengo envainada en mi bolsito justificación de ningún tipo para tal rechazo. Pero hay algo en Efraím Medina, Santiago Gamboa, en Ángela Becerra y en el mismo Mendoza que por algún motivo me resulta ajeno, poco familiar.

 

Sin embargo el hacer una consideración en cuanto a sus propuestas –que poco parecen tener de similares entre sí– no es el motivo tras el presente escrito.

 

Quiero hablar, más bien, acerca de lo mucho que me sorprendió, como ha venido ocurriendo con la mayoría de largometrajes colombianos, la cuanto menos digna factura de la producción.

 

Buen intento de Andy Baiz: Un interesante reparto y una cuota extranjera de alta envergadura profesional (no se sienten sospechosos acentos en Damián Alcázar, quien no acusa ribete alguno de mexicanismo, pues por el contrario suena convincentemente colombiano). Ya no hay que hacer, como en los viejos tiempos del ‘Embajador de la India’, extremos esfuerzos por descifrar las palabras de los actores por cuenta de un muy mal sonido. La fotografía y la banda sonora funcionan bien.

 

Ahora bien, llamo la desviada atención sobre un factor común a muchas películas locales. ¿Por qué no se procuró una apuesta de época? ¿Por qué no se intentó la no tan compleja tarea de ambientar el asunto en 1986, como se habría esperado?

 

Recuerdo haber visto la hoy clásica ‘Toma de la embajada’, otra de aquellas representantes de ese típico cine documental del talentoso aunque panfletario Ciro Durán. En medio de todo el esfuerzo era triste encontrarse con evidentes gazapos de escenografía y utilería: entre ellos las casetas azules de Postobón (que en la Colombia de entonces eran blancas), o los paquetes de papas Súper Ricas (que no recuerdo existieran por entonces).  ¿Era tan difícil pedir a Margarita una muestra de sus diseños del momento o haber decorado el mencionado quiosco con la escala cromática correspondiente?

 

Ahora me pregunto lo mismo:

 

¿Acaso era sumo el grado de dificultad planteado por ocultar de soslayo el Eje Ambiental de la Avenida Jiménez o los peñalosistas Transmilenios?

 

¿Por qué no conseguir tres o cuatro Chevrolets Chevettes, y pintarlos de negro, para dotar de un tanto más de credibilidad el tema de los taxis?

 

¿Qué necesidad había en hacer uso de teléfonos celulares que nada aportan al contexto de la filmográfica obra?

 

¿Por qué no esconder las pegatinas que indicaban el precio del viaje en autobús a 900 pesos oro?

 

¿Por qué billetes de 20.000 si bien habría sido fácil conseguir en cualquier lugar un buen número de éstos en sus denominaciones de 100 y 200?

 

¿Era tan complejo el esconder los bolardos, una de aquellas urbanísticas herencias de los 80?

 

Adivino en tales condiciones la misma enfermedad a la que denuncio de manera recurrente y obsesiva. No hay memoria.

 

Claro está que la intención no era la de recrear aquel 4 de diciembre de 1986, y ello es algo que no tengo porqué criticar. El director dice y hace lo que estima conveniente y posible. A contrapelo, me pregunto si en medio de tan flexible licencia cronológica cabía entonces la innecesaria mención al final de la historia, de los reales hechos.

 

Pero qué divertido habría sido volver, por unos minutos, a esa Bogotá que ya no es, a la Bogotá de Campo Elías.