A veces —al menos dos veces cada 365 días—, suelo preguntarme qué tipo de maldición incurable se habrá cernido sobre los oncenos balompédicos bogotanos.
No llevo ningún recuento estadístico, ni soy un gran conocedor de las lides futbolísticas. Pero desde hace algo así como un lustro he comenzado a barajar la dolorosa idea de que a la colombiana capital le corresponde el dudoso honor de ser la ciudad en el entero orbe terrestre con menos logros en este campo, al menos durante los recientes 19 años.
El caso es que el otrora altivo Independiente Santa Fe y el Club Deportivo Los Millonarios (alguna vez rey de campeones) no son nada distinto —y lo digo con el respeto y dolor que me afligen ante tamaña deshonra de patria chica— a los eternos fabricantes de decepciones regulares e infalibles para quienes aún hoy, contrariando la lógica de quien algo espera a cambio de su lealtad, les siguen fieles.
Las estadísticas suelen tener un tono odioso. Pero la verdad numérica cae con todo su peso. Hasta 1988 los 19 títulos sumados por los combinados capitalinos se constituían en el 47.5% de la totalidad de sumos galardones en el rentado local.
Hoy las cosas resultan bien diferentes. La triunfal tasa se ha reducido al 30.1%. Cali nos se nos equipara con idéntica cifra, y Medellín se nos va acercando, lenta aunque firme con un 19.04%.
Más triste aún, los sufridos hinchas de Millonarios y Santa Fe, a la espera de unas reivindicativas y esquivas estrellas 14 y 7, ya combinan 58 torneos sin conocer victoria alguna.
En lo personal, como no tan incondicional seguidor de embajadores, comienzo a lamentar desde ya el venidero y cercano día en que, por cuenta de la mediocridad bogotana, América de Cali (que hasta 1979 era un insignificante actor del fútbol local, y que dejó de serlo por instantes debido a oscuras razones) supere los logros del ya nada atemorizante ballet azul. Ignoro por qué providencial decisión del destino es que ello aún no ha acontecido.
No soy de quienes se empeñan en frenar el avance de las torpemente consideradas instituciones chicas. Tampoco pretendo desconocer el impresionante y meritorio crecimiento de ciertas escuadras, con muchas menos obligaciones históricas que las de rojos y azules. ¿Por qué extender ese excluyente sistema de castas de la humanidad a una disciplina tan noble como el fútbol?
Pero desde hace demasiado tiempo Bogotá ha visto desfilar victoriosas, para su deshonra, a quienes alguna vez habría mirado con desdén.
Jamás entenderé el porqué ser autocrítico suscita tanto aborrecimiento. Desearía, tanto como cualquier hincha de Millonarios o Santa Fe, que los equipos de la ciudad a la que amo fueran exitosos. Admiro la abnegación de sus seguidores, pero al mismo tiempo creo que no hay peor peligro que la autocomplacencia y el no ser capaces de visualizar los problemas que afligen a nuestro fútbol, y de entender la urgente necesidad de saber cuáles son las causas.
Ya no tiene nada de extraño ser testigos de la forma como, triunfales, llegan hasta instancias definitivas equipos del tipo Deportivo Pasto, Atlético Huila, Cúcuta Deportivo, Deportes Tolima y demás, al tiempo que una tras otra, tras otra y tras una vez Santa Fe y Millonarios permanecen en un letárgico rezago, viendo las finales por televisión.
Señalar culpables es un pasatiempo colombiano. Pero no hay duda alguna de que la abrumadora mayoría de la vergonzosa responsabilidad descansa sobre directivos.
Sobre corruptos y precarios administradores que por decenios han bebido cual zánganos, de esas agotables fuentes de ingresos mal habidos que son las famélicas arcas de nuestros equipos.
Sobre aquellos que a manera de distractivo ante sus paupérrimas administraciones pretenden hacernos creer que construirán estadios, palcos y centros sociales y deportivos.
Sobre quienes ya se han granjeado una justa reputación de pocos serios administradores, dejando cuentas gigantescas por pagar, pidiendo descarados a jugadores y empleados tener paciencia a la hora de la cancelación de salarios un millón de veces postergados. Es que sin pago alguno es difícil jugar.
Me pregunto qué pueden sentir quienes pese a haber nacido con posterioridad a 1975 ó 1988, en sendos casos, han optado por la pérdida empresa de seguir a quienes cada año cumplen con la noble misión de defraudarles, de pisotear sus legítimas ambiciones, de hacerles sentir que todo valió nada.
¿Hasta cuándo, Bogotá? ¿Hasta cuándo?