“Estoy lejos de mi tierra.
Soy guerrero y me gusta la aventura para sobresalir (…)
La ilusión por encontrar
mejor futuro dejó todo,
no me importó sufrir…”
Jhonny Rivera – Añoro mi país
Se les ve –aterrorizados, expectantes, ilusionados–, ansiosos por la decisión final, a horas de ser dictaminada por el funcionario consular de turno. Forman impacientes filas humanas, como la larga cola de una cometa de ansiedad que desemboca en ventanillas antipáticas de al menos 15 centímetros de espesor.
Están a segundos, o a minutos, o a horas de conocer aquella verdad que una vez pronunciada será inapelable. El sumo logro o fracaso de sus existencias –tristes, soñadoras, frustradas, desesperadas– está concentrado en ese solemne espacio que es el cubicular despacho de quien está facultado para establecer si sus interlocutores gozan o no de dignidad suficiente como para visitar el país al que representan.
Llevan consigo pesadas carpetas, cuidadosamente estudiadas, (o en muy frecuentes ocasiones, cuidadosamente falsificadas). Son extensos documentos, certificaciones de solvencia financiera, cartas laborales corregidas cientos de veces para avalar el esquivo sueño de la difícil partida.
Algunos han ensayado por meses las distintas respuestas a posibles objeciones, las sonrisas, los gestos de seguridad y suficiencia, y hasta la forma de esconder la mueca de amargo lamento que indefectible se dibujará en su expresión, de ser rechazados.
Algunos –muy pocos–, aprueban el subjetivo y caprichoso examen de admisión. Pero muchos, muchos más que muchos se están yendo, como si fuesen modernos moiseses en busca de una tierra prometida a la que no llegarán. Como si quisieran vencer por siempre aquel tedio destructivo del desempleo, de la desocupación en todas sus patológicas manifestaciones.
Se van porque quieren estudiar. O porque se hartaron de esperar por algo que nunca quiso llegar hasta sus manos anhelantes. O porque son jóvenes, y esta no es, más allá de las ingenuas campañas oficiales tendientes a seducirnos para seguir aquí, una tierra de oportunidades.
Me queda el sabor de que quien se va siempre huye; siempre va en busca de aquello que no tiene en donde está; o de dejar eso que le harta de dicho lugar del que procede. De cambiar sus amarguras locales por otras internacionales.
Algunos nunca van a volver. Se quedarán, atrapados en el eterno temor que acompaña a quienes cargan sobre sus conciencias –libres de culpa alguna– el estigma del ilegal inmigrante. Entonces formarán pequeños gettos, y cambiarán sus faenas de los barrios Las Ferias, Kennedy o San Antonio por encuentros nostálgicos con aguardiente antioqueño y tamal en Queens o alguna ‘pequeña colombia’ europea.
Los pocos vivirán con un dudoso sabor a triunfo. Traerán en sus valijas, diplomas ostentosos de Harvard, MIT, la Complutense de Madrid, el London School of Echonomics, o de alguna entidad universitaria de menor valía.
Otros vendrán hablando en lenguas. Habrán olvidado el castellano, o –de recordarlo– lo harán con sospechoso acento ibérico a lo César Rincón. O aprenderán el británico o gálico idioma y tomarán la costumbre molesta de corregir la fonética imperfecta de sus interlocutores.
Otros retornarán, cada uno o dos o tres o cinco años, para gastar, de una sola vez, los muchos dólares o euros acumulados tras eternas jornadas de trabajo mal remunerado, y demostrar a quienes se quedaron que su economía van en ascenso, que su poder adquisitivo ha crecido de forma exponencial y definitiva.
Como si fuese tan difícil colegir que las unidades de medida monetaria internacional son engañosas cuando de venir a América del Sur se trata.
Habrá quienes deliren con la tentativa de contraer matrimonio con algún o alguna nacional europeo o norteamericano. De legitimar su estadía mediante uniones interraciales, de llevar junto a su nombre un más elegante apellido Smith, Delacroix o Badajoz, o de lavar su sangre concibiendo hijos colombo-cualquiercosa.
Y otros… otros más… (los más de los más) serán quincenales visitantes de Western Union. Nos seguirán corroborando que somos –para nuestra deshonra– una de las naciones mantenidas del mundo. Se angustiarán ante las negativas fluctuaciones del dólar, y rogarán porque alguna vez la tasa de cambio se acomida de sus doloridos bolsillos.