Cuando contaba algo así como cinco años de edad, solía imaginar la clase de individuo que sería al llegar al tercer decenio.
Veía a quienes por entonces tenían 30 y difícil me resultaba el pensarme a mí en semejante situación tan… tan bochornosa.
Dentro de mi estereotipada y pueril imaginación el hombre de 30 llevaba una chaqueta de pana con dos parches ubicados en la zona posterior de sendas mangas; si hacía frío lo anterior iba acompañado de un chaleco de rombos tipo “Shetland” y quizá de una corbata Hermes; su cabeza comenzaba ya a enseñar los primeros asomos de alopecia; mientras que la prominencia de su vientre en crescendo.
Al lado de las anteriores desventajas estaban, por supuesto, aquellas bondades que imaginaba consigo traería el solaz propio de la madurez y los años no desperdiciados. Fama, fortuna y tranquilidad. Un empleo deseable. Aquella adormecedora confortabilidad propia de la vida hogareña: Una casa, conducir automóviles, una esposa… quizá un perro, y una chimenea.
Yo tenía la inobjetable certeza de estar destinado a convertirme en un hombre adinerado, en un personaje afamado, en alguien célebre, en alguien sonriente.
Creía –estaba seguro– que como Paul McCartney a mis 30 ya habría ganado algún lugar en la historia universal con una banda de rock, o que al igual que Luis Carlos Galán Sarmiento, ya tendría un ministerio para mostrar en mi haber, o algún buen libro de mi autoría inundando los estantes de librerías, aquí y allá.
Hoy veo desde el espejo retrovisor hacia los años que se fueron y me cuesta creer que ya hay tres décadas que sumar a mi aburrida biografía.
Leo la sección Hace 25 años de El Tiempo y no puedo digerir el que hace 25 fuera 1982.
Conozco mujeres nacidas en 1990 y me resisto a pensar que alguien cuyo advenimiento al planeta haya sido tan, tan reciente, pueda ya estar a las puertas de exhibir una mayoría de edad venidera.
Nadie me dijo, o mejor, a nadie quise oír cuando me dijo cuán rápido se iban los días.
Nunca imaginé que yo no fuera Paul McCartney o Luis Carlos Galán.
Nunca sospeché que ahora, a escasos días de sumar un año más a mis ya pesados 30, no tendría esposa, ni casa propia, ni perro, ni vida de hogar, ni alopecia, ni saco de rombos, ni fortuna, ni conduciría autos.
Me consuela no ser yuppie. Me consuela seguir oyendo la misma música que me acompañaba cuando tenía 15, e incluso antes. Me gusta no sentirme obligado a vestirme en Arturo Calle, Carlos Nieto o Shetland. Me alegra, de alguna forma, resistirme a ser algo parecido a aquello que llaman mauro. Me tranquiliza no estar condicionado por un horario de trabajo en oficina. Me halaga cuando alguien, por diplomacia, sinceridad, compasión o bondad suele decirme una vez le hago saber mi edad, que no la revelo.
Pero, más que lo anterior, me inquieta como nada el pensar que la cuenta regresiva hacia los 40 va en descenso, y que así la vida se me irá, como hasta ahora se me ha ido.