La pregunta es qué tan razonables y accesibles son las entradas para la próxima presentación de los argentinos, en Bogotá.

Claro está que en Colombia la cultura de conciertos es una de aquellas lejanas virtudes por conquistar.

También lo es el que Argentina, Brasil, México, y hasta Aruba –sí, Aruba– han gozado desde hace décadas de espectáculos musicales con envergadura harto superior a la que siquiera podríamos soñar dentro del criollo contexto.

Ayer se inició el extenso proceso de ventas por etapas correspondiente a las localidades del recital de Soda Stereo, a llevarse a cabo el venidero 24 de noviembre.

No soy opositor de la banda. Disfruto desde mi preadolescencia de su espíritu darkie británico-bonaerense, y de sus líricas alegóricas e incomprensibles. Pero me preguntaba si no es algo impagable –o cuanto menos inaccesible para la mayoría– el costo de las entradas a su próxima presentación en Bogotá, en el marco de la sonada gira ‘Me verás volver’.

Las cosas han cambiado. El 6 de noviembre de 1986, Soda Stereo se presentó por vez primera en la ciudad. Eran los legendarios días de la discoteca Keops. Les giraron 120.000 pesos de entonces. Unos dos años más tarde, en condiciones similares recibieron 5.000 dólares. Caso contrario al de la mayoría de rockeros colombianos cuyas tarifas van diezmándose al ritmo de los años.


¡Quieren dinero!

A la fecha un cupo en localidad platino asciende a 304.000; uno en preferencia llega a 154.000; uno en general alcanza los 84.000. Precios no muy altos si fuesen fijados en un país del primer mundo. Pero harto inaccesibles para gran parte de la sufrida fanaticada colombiana. Y tengamos en cuenta que se supone estos se encuentran de momento abrigados por los descuentos iniciales.

De hecho estuve entre quienes conformaron la extensa fila en Tower Records del Centro Andino con el propósito de adquirir las entradas en temporada de preventa. Supongo que luego las tarifas subirán de forma exponencial e inaccesible. Al momento de pagar pregunté a la encargada del expendio de las entradas si consideraba justo o no el valor cancelado por cada boleto. Respondió, con la convicción propia del vendedor profesional: "Sé que cobran mucho dinero. Pero lo valen".

Delante de mí estaba una amable adolescente de 19. Me dijo que había esperado toda su vida para ver a Soda Stereo, pues en su momento era demasiado joven como para recibir la autorización paterna de rigor. Y detrás un hombre de 21. Se estaba grabando a sí mismo mientras le hablaba a la cámara de su teléfono móvil sobre cuán emotiva le resultaba la adquisición de los aforos. Quería registrar ab eternum cada instante del solemne momento. Era otro de aquellos que por su corta edad se privó por años de verlos.

Volver… con la frente marchita

Los reencuentros están en boga, motivados sin duda por ciertas punzadas de nostalgia en los corazones de los músicos, éstas a su vez sumadas a la siempre latente ambición del aplauso, y aunadas, además, a las cuantiosas ofertas procedentes de ambiciosos empresarios de las que las veteranas estrellas deben ser víctimas.

Oí decir decenas de veces a Sting, a Andy Summers (que hasta donde sé no tiene parentesco alguno con el bajista y líder de los Hombres G), y a Stewart Copeland que las posibilidades de una eventual reunión de The Police eran inexistentes. Pero ahí están, para mal o para bien.

El aroma a reconciliación que dejan, nos hace pensar, por engañoso que sea, que todavía hay una esperanza en este mundo de rencores, y que, como ocurrió con los tenores del fútbol, Hernán, Carlos Antonio e Iván, no hay nada que el dinero (o que Fox Sports) no pueda unir.

De retorno al tema de Soda Stereo y dentro del plano absolutamente económico, me queda el sabor de una agrupación inflada, cuya condición de íconos ha desfigurado sus reales dimensiones.


¡Me verás volver!

Fui de los que lamentaron el que Colombia no fuera incluida como uno de los destinos del que en principio iba a ser su recorrido final, en 1996. Lo entendí, desde mi lógica pasional, como un pequeño acto de ingratitud hacia un país que desde siempre hasta ese final que no fue final los bañó con elogios y aplausos. Tal vez fue asunto de empresarios. Eso nunca lo sabré.

Hablaba hace algún tiempo con Zohe Vinasco, empresaria y organizadora entre otras iniciativas, de una excursión a Buenos Aires para ver a los Rolling Stones en su más reciente presentación del Bigger Bang Tour, que por cierto arrastraría a más de 50 colombianos.

Me dijo que encontraba algo exagerado el precio de las entradas al show de Soda, teniendo en cuenta que agrupaciones de la talla de U2 o los mismos Stones habían cobrado en Buenos Aires sumas bastante más razonables por las mejores localidades. Y los Rolling Stones son la banda activa más importante y veterana en la historia universal del rock.

Añadió, con todo respeto, que un conjunto como este no ofrece una infraestructura comparable a la de los supergrupos antes mencionados. Y con ello se refería al montaje en términos de sonido, luces y puesta en escena.

Eso me hizo pensar además en las muy frecuentes visitas de Gustavo Cerati a Colombia, en escenarios de dimensiones minúsculas, al ser comparadas con las del Palacio de los Deportes; o en el reciente paso de Zeta Bossio por el país, mostrándonos su novedosa faceta de DJ. Se nos estaba volviendo un cotidiano hábito el verles por aquí. Y no costaban tanto.

Daniel Casas, director de Rock al Parque, piensa de forma distinta: “A pesar de que se puede pensar que en Colombia debería haber precios distintos, éstos son acordes con lo que el mercado de los conciertos ofrece en todo el mundo. Si los costos de los discos aquí son tan similares a los de países como en Estados Unidos, con el agravante de que la mayoría aquí son de mala calidad, ¿porqué no pagar tarifas que son casi que estandarizadas en el mundo del espectáculo?, dijo.

 

Hay cosas que no tienen precio… Para todo lo demás…

En cualquier caso, así son las cosas, y supongo que estudios de factibilidad, presupuestos y demás han demostrado la alta rentabilidad del asunto. Habrá, por ahora, que esperar y confiar en la generosidad de quienes tienen consigo la social y comercial responsabilidad de acercarnos, aunque sea a 100 metros lineales de distancia, a nuestros musicales ídolos.

Queda algo más por decir. Cuando se trata de aquel artista al que veneramos de manera incondicional, no importa a cuánto ascienda el precio, éste nunca nos resultará demasiado alto. Yo por mi parte vendería todo lo que tengo y más para ver a Paul McCartney. ¿O no? Ustedes opinan.