Cada vez que en mi trasegar urbano me encuentro con una de aquellas placas apostadas en las fachadas de antiguas y bogotanas casas y avaladas por entidades oficiales, anunciando amenazantes una venidera demolición, comienzo a preguntarme qué ciudad será aquella en la que vivirán quienes estén aquí dentro de 200 años. 

Me frustra que los años no me alcancen para poder corroborarlo. Pero a la vez me alivia, dada la cortedad de lo humano, la irrefutable verdad de saber que no estaré aquí para contemplar tamaño crimen ciudadano. 

La verdad –triste verdad– es que la esperanza de vida para una edificación multi o unifamiliar en Bogotá, urbe enferma de una suerte de desarraigo viral, es bien reducida. Y que parece ir en contravía de su valor intrínseco, y de su pocas veces tenida en cuenta significación para nuestro repertorio de bienes simbólicos.

El más doloroso ejemplo que de momento recuerdo es el del Hotel Granada, joya irrecuperable de la arquitectura republicana, derrumbado por las manos de quienes, escondidos tras una falsa o al menos mal entendida intención de progreso, empuñaron mazos, picas y yunques. Ahora sobre sus ruinas se erige la poco significativa sede principal del Banco de la República. Irónico aquello de ‘República’. ¿No?

Hace algún tiempo, esgrimiendo razones discutibles aunque no de plano desdeñables, al tratarse de un personaje de su calibre, Le Corbusier quiso, como parte del nunca llevado a cabo Plan Piloto, demoler gran parte del Centro Histórico para replantear una Bogotá más cercana a sus necesidades y condiciones.

Había en su iniciativa, aparte de una completa seguridad acerca de las bondades de sus propuestas urbanísticas, una especie de deseo ególatra de glorificación. ¿A qué profesional en su área no le gustaría ser el arquitecto de los destinos materiales de una capital entera?

Algunos depredadores del sector se amparan en otro argumento, no menos débil, y sí bastante más utilitarista e infame. Se supone que la capital ha superado desde hace años su techo de crecimiento y que ahora no queda solución alguna que apelar a la propiedad horizontal sobre lo que alguna vez fueran casas, para dar dignas residencias a la sufrida clase trabajadora.

Ahora bien, continúo preguntándome cuál es el papel de aquellos dudosos estamentos a los que llamamos curadurías urbanas. Y lo digo porque, según entiendo es el de preservar, cuidar y velar por el patrimonio, cualquiera que sea.

No entraré en una discusión acerca de qué bienes merecen ser ascendidos a tal categoría. Y no lo haré porque no quisiera viciar estas palabras de objetables juicios estéticos o de sentimentalismos subjetivos.

Pero lo cierto es que Bogotá ha sido, sigue y al parecer, seguirá siendo un espacio asimétrico en el que las ideas, como los edificios, como las historias se hacen vapor y se van a ninguna parte.

Una posibilidad sería la de seguir doblegados por esa resignación histórica, por esa postración patrimonial en la que todos tenemos algún grado de responsabilidad, por omisión o por obra.

Supongo que para algunos de nosotros tiene cierta importancia el asunto, así que, aún sigo creyendo, sin querer sonar a Duque Linares, que si nos uniéramos, por una vez, al menos por una, alrededor de la causa de la preservación de nuestra ciudad tal como fue, tal vez podríamos ser oídos y repararíamos parte del perjuicio causado por siglos de desdén.

De ello pueden hablar La Cabrera y Quinta Camacho y La Candelaria y Palermo. Parecen gritárnoslo esos conjuntos caprichosos en donde bien cohabitan una comercial cocina apestante a ceviche adornada en su exterior con azulejos y baldosines de cuarto de baño y una clásica casa tudor, doblada de expendio de fritanga, miscelánea y carnicería. De eso se quejan los edificios de la Carrera 15, entre las calles 72 y 85, doblados por la humedad de lo que una vez fuese un lago, como testimonios de cuán capaces somos de convertir nuestra historia urbana en escombros.

Hasta el momento casi nada se ha hecho.

Lo corroboran las desiguales alturas de una y otra construcción. Lo lloran quienes como yo se vuelven a preguntar una y otra vez lo que será de esta ciudad de piedra, cemento, ladrillo y almas a la vuelta de 150 años.