"Me parezco al que llevaba
un ladrillo consigo,
para mostrarle al mundo
cómo era su casa".

(Bertold Brecht) 

 

Si hay algún humano oficio al que podamos comisionar la imposible tarea de construir el mundo para el hombre, ese es tal vez el del arquitecto. Teócratas, masones y místicos ven en Dios –o en su propia idea de lo que Dios es– al sumo arquitecto del mundo. Y pueden no estar equivocados.

Creo quizá que la primera y una de las más eficaces y nobles formas de perpetuación a través de la propia obra es esa. Envidio a quienes han sido bendecidos con tamaño arte, y a la vez me lamento de no estar entre tan privilegiadas filas.

Si hoy en el irregular conjunto urbano que es Bogotá impera el naranja oscuro como el más frecuente color. Si hoy no nos avergüenza el noble y cuadriculado aspecto del ladrillo a la vista en residencias de todas las especies y precios. Si hoy por el contrario éste se constituye en uno de los sellos que identifican a esta ciudad, para bien o para mal, ello se debe en parte a los poéticos e inteligentes oficios de Rogelio Salmona.

Él, hasta su último día, modesto, como casi todo buen creador –como casi todo generoso creador–, lo negó. “A mí me gusta usar el ladrillo, que se hace con el barro y da trabajo a mucha gente", decía.

Discípulo de Le Corbusier, otro de aquellos urbanistas, cuyos fallidos proyectos no consiguieron cristalizarse en la siempre caótica Bogotá, Salmona es sin duda uno de aquellos hombres a quienes su obra sobrevivirá.

Puede que pocos transeúntes de todos los días lo sepan. Pero en inmediaciones del sector de La Macarena hay tres edificios a los que se denominó Torres del Parque, tal vez una de las siete discretas maravillas arquitectónicas de la ciudad.

Es posible que sean pocos quienes se detengan a recordarlo, pero aún hoy, a un día de su muerte está en proceso la edificación del Centro Cultural del Fondo de Cultura Económica, otro de los muchos garantes de que su trabajo se mantendrá afincado a la inconsciente y consciente conciencia de los bogotanos. Todo un mérito en una ciudad en donde la constante sigue siendo la inconstancia.

Habrá quienes sigan diciendo, como él mismo lo hizo, que el conjunto de la Calle 27, está saturado de errores. Que habría podido ser mejor. Que el pretencioso nombre de Eje Ambiental no se acomide con la realidad de la obra. Que la Casa de Huéspedes Ilustres es una maestra obra a la que el colombiano común sólo conocerá a través de fotografías, o que el Archivo General de la Nación se irá haciendo pequeño con el transcurrir de los años.

Pero no habrá quien pueda afirmar, sin recibir justas acusaciones por insensatez, que no hubo un hombre llamado Rogelio Salmona, cuya impronta se sentirá mientras haya algo llamado Bogotá.

Ruego al gran arquitecto universal que a la vuelta de 20 años no se le ocurra a algún curador corrupto o a cierto infame constructor echar abajo siquiera una de estas incomparables edificaciones.

Por ahora la historia se repite otra vez…La muerte no sabe de arte. ¿O será que es, más bien, y como lo dijo otro de los actuales habitantes del infinito cielo de creadores fallecidos que la muerte en sí misma es una forma de arte?