Aunque suene a argumento liviano sigo creyendo que algo más que la coincidencia une a quienes –al menos en el territorio colombiano y a partir de 1970– compartimos el hecho sin peculiaridades de llevar por nombre Andrés.
Cualquiera entre los cientos de miles de andreses que en masa hemos venido poblando el país desde hace más de 30 años lo sabemos. Es cosa difícil ir por Colombia sin tropezarse con decenas de andreses repartidos en abundancia a lo largo de todas las instancias y condiciones laborales, académicas y sociales de nuestra cotidianidad.
El mismo ejercicio puede hacerse en múltiples circunstancias con idénticos resultados. Gritar el nombre Andrés en la muchedumbre habrá de despertar un idéntico reflejo condicionado entre quienes cargamos sobre nosotros el peso liviano y corriente de llamarnos así. No importa si somos juanandreses, o camiloandreses o andresfelipes, jeisonandreses, o jaimeandreses. Al final, todos llevamos tras nosotros el lastre corriente de ser Andrés.
No muchos andreses suelen preguntárselo, pero es dato de mínima cultura entre los nuestros el saber que la raíz griega ‘andros’ remitía a la idea de virilidad, y que de la misma familia provienen ‘andropausia’ (en alusión al ocaso de las facultades masculinas al envejecer) y ‘andrógino’ (en referencia a aquel ser en donde lo femenino y lo varonil cohabitan).
En tal sentido todos los andreses tendrían que venir a la tierra con una predisposición a lo masculino, de la misma manera en que todas las virginias parecen estar obligadas a un celibato perpetuo, o todas las victorias deberían estar destinadas a triunfar.
Las explicaciones para la popularidad alcanzada por el mencionado nombre en décadas recientes abundan casi tanto como aquella especie inextinguible de andreses que existimos por ahí. La más común liga a Andrés con realeza, principados y grandezas nobiliarias.
Los hay talentosos como Andrés Calamaro, imprudentes como Andrés Pastrana, o difuntos y mitificados como Andrés Caicedo. En suma hay andreses en todas las posiciones y estamentos de la existencia, y los habrá más, porque esta generación sobreabundante no se va a ir con tan veloz facilidad.
Una búsqueda simple de “Andrés” en Google Colombia, con mayúscula y tilde, como debe ser, arroja 42 millones, 100 mil resultados. El mismo experimento realizado a través de Google en Inglés (que en realidad debería ser Google Estados Unidos) genera un total aproximado de 46 millones. Una cifra relativamente similar a la de la totalidad de habitantes en países como Colombia, que según el uribista DANE va in crescendo. Es decir que, al menos nominalmente, las menciones digitales a andreses en el cibermundo son casi iguales a los ciudadanos del país del Sagrado Corazón.
Lo que sí encuentro cierto es que el optar por el nombre Andrés a la hora de bautizar y/o registrar a hijos, herederos y ahijados, es un síntoma claro de inoriginalidad por parte de padres y acudientes responsables. Porque… ¿a quién que tenga algo de inventivo se le puede ocurrir llamar a su heredero en tan corriente forma?
Llevar el nombre Andrés es casi tan corriente como portar los apellidos González, Pérez o Rodríguez. Suenan tan estandarizados, por ejemplo, que resulta contrario a la costumbre cotidiana referirnos a Gonzalo Rodríguez Gacha como Rodríguez, que sería la forma lógica y protocolaria de hacerlo, sino como Gacha.
Hay nombres, como el mío, que parecen de fulanos cualesquieras, no importa si sus dueños no lo sean. No por nada en algún tiempo todas las publicidades de entidades crediticias mencionaban a un ficticio Juan Pérez, que de ser así, sería el hombre con más endeudamiento en el mundo. Alguna vez la coincidencia me unió con tres desconocidos garcías en una mesa, y alguno propuso que, al ser tantos como éramos los miembros de la enorme familia García, podríamos elegir un presidente bajo ese criterio.
Algo similar ocurre al tener que echar mano de segundos apellidos al mencionar a García Márquez o a García Lorca. Hay casos excepcionales, por supuesto, como el de Alan o Gael García, cuyos nombres, fuertes en esencia, consiguen suplir la evidente debilidad sonora del asunto. Por ello es increíble que alguien como Robert Smith, llamándose como se llama haya llegado a ser la leyenda del mundo del espectáculo que es. Y esto lo está diciendo un García, y un Andrés.
Ciertos entendidos suelen decir que la forma como somos bautizados resulta determinante en la manera como viviremos el resto de la vida, porque no debe ser igual llevar por nombre Juanita o Valentina, o Juan Camilo, o Vladimir, nombre este que de inmediato, al igual que Boris o Iván nos hace imaginar alguna comunidad bolchevique de mediados de siglo.
Si de mí fuera, hace mucho habría dejado de ser Andrés, porque además de Andrés soy Felipe. Pero algo me hace pensar que los trámites en notarías y registradurías a tal respecto hacen a la diligencia tan engorrosa como indeseable. Así que creo que preferiré, como muchos otros andreses, quedarme así, por el tiempo que me quede.