Todavía hoy, al conmemorarse 60 años de la muerte del líder, siguen siendo múltiples las interpretaciones y relatos imprecisos a la hora de recordar al 9 de abril, los hechos que lo rodearon y sus consecuencias. Este es el primero de dos informes sobre aquellas ligerezas históricas.
I. El imperio de Ronald
Desde hace unos 10 años todos los nueves de abril tengo la costumbre fetichista de visitar el lugar correspondiente a lo que alguna vez fuera el edificio Agustín Nieto, junto al actual despacho de Ronald McDonald.
Durante el aniversario pasado, tras haber rendido los honores de rigor, intenté hacer uso de uno de los baños del local sin haber consumido cajita feliz o McCombo alguno, pero el vigilante de turno me obligó a salir después de interceptarme, de camino a los retretes.
No muy amable el uniformado me notificó que para disfrutar del servicio de orinales, excusados y lavabos era de carácter obligatorio comprar una Big Mac, un McFlurry, o cuanto menos unas papas con gaseosa agrandada. Abandoné el establecimiento, todavía más consternado a causa de la postergada urgencia urinaria, pero henchido de dignidad nacionalista.
¡Qué habría dicho el Caudillo al ver cómo a pocos metros del lugar de su inmolación un celador compatriota bajo las órdenes del siniestro payaso estaba atentando contra mi salud renal bajo las órdenes de la oligárquica hamburguesa de la libertad!
En ese momento pensé una vez más, aunque suene al mismo rezo de todos los abriles, que el sacrificio de Gaitán, como el de muchos otros mártires colombianos, no deja de ser un hecho cuya triste trascendencia se queda en la anécdota lastimera acerca de la eterna frustración de un país, y en la alusión conmovida a la muerte de quien “sí hubiera cambiado las cosas”. Pero en nada más que eso.
II. Tantos asesinos sin nombre
El caso es que ahí, al lado del McDonalds, según cuentan las placas en mármol, algunos vecinos ancianos mitómanos y ciertos textos históricos, fue abaleado el futuro presidente de la República Jorge Eliécer Gaitán Ayala. Una vez asesinado adquirió aquella inmunidad diplomática que rodea a quienes lograron escapar del planeta sin haber llegado a ser lo que todos habríamos querido que fueran. Lo mismo les habría de suceder a Carlos Pizarro León Gómez, a John F. Kennedy y a otro centenar de víctimas, muchas de ellas colombianas.
El desdichado asesino, se supone, fue el muy famoso Juan Roa Sierra. Era la una de la tarde. Después de resguardarse en la vecina Droguería Granada, y tras haber atribuido los móviles del magnicidio a ‘motivos poderosos’ fue arrastrado entre las patadas, sosquines e insultos del proletariado bogotano hasta las puertas del despacho presidencial, a las que ya llegó sin vida.
Todavía me pregunto si no habría sido una mejor idea haber contenido el impulso vengativo e interrogarlo, evitándonos así las seis décadas de misterio, especulaciones y falsedades que han envuelto al sonado acontecimiento.
Si fue la CIA o el Partido Comunista, o algún cómplice del hombre de vestido gris, quien según Gabriel García Márquez desvió la atención de los espectadores para encubrir al verdadero asesino, eso es algo que nunca terminaremos de saber.
Cuando pienso en aquel 1948 sólo imagino fotografías sin color o filmaciones mudas, y mi inconsciente supone que la Bogotá de ese entonces era así: gris, en sombras, y transitada por cientos de miles de lugareños con algunos paraguas a manera de único escudo para salvar sus cuerpos indefensos de los desmanes climatológicos santafereños. Una ciudad que, hasta tanto no sea inventada la máquina del tiempo, seguirá siendo un enigma de asfalto en sepia, romantizado por mi inventiva nostalgia ante un tiempo en el que no viví.
III. Siempre los mismos
Cada vez que abril se acerca, en particular si los años terminan en 8, el consejo de redacción de algún medio sin muchas noticias por contar se decide a elaborar un dossier dedicado a las mismas memorias, a los mismos espectadores, a los mismos recuerdos hechos palabras por narradores distintos.
Se recogen los testimonios consultados un trillón de veces y escritos invariablemente por Arturo Alape, Fidel Castro, Alfredo Molano o Enrique Gómez Hurtado. Se reproducen los reportajes gráficos de Sady González o Manuel H, y nunca falta la cada vez más escasa voz de algún viejecito hablándonos sobre el esperpento arquitectónico en el que convirtieron a Bogotá después del siniestro. “En esos tiempos Bogotá era un paraíso”.
Testigo infaltable siempre será Gloria Gaitán, sangre de su sangre, quien parece vivir más obsesionada con la vida de su progenitor que con la suya propia.
IV. La casa vacía
Muerto el negro Gaitán, el gobierno de Mariano Ospina Pérez decidió expropiar los terrenos de lo que fuera su casa familiar, con el supuesto propósito a de preservar su memoria. Ahí yacen los despojos mortales del político.
Nada sucedió, hasta 1978, cuando el entonces presidente López Michelsen aprobó la creación del Centro Jorge Eliécer Gaitán, luego llamado Instituto Colombiano de la Participación.
La construcción del edificio adjunto a la residencia, en honor del mártir, diseñado por Rogelio Salmona, se inició en 1989 y a la fecha se mantiene inconclusa.
La señora Gaitán fue nombrada directora del Instituto en 1994 y se mantuvo en el cargo por cuatro años. Era agradable visitar las ferias del libro para ver el Buick verde del Negro. Su carta de renuncia, según ella debida a “amenazas de muerte”, fue aceptada por el recién posesionado Álvaro Uribe en 1998. Se asignó en su reemplazo al periodista Hernando Corral.
Durante la semana del 16 de agosto de 2002, la ya destituida señora Gaitán retiró de la Casa documentos, muebles y enseres, con la justificación de no contar con la seguridad necesaria para mantenerlos ahí, y de que éstos pertenecían a su familia.
Corral, quien argumentó haber propuesto a doña Gloria el traslado de los objetos al Archivo General de la Nación antes de la mudanza forzosa, para garantizar su preservación, recomendó liquidar el Instituto y dejar los bienes restantes a cargo de la Universidad Nacional, a cuyas manos llegaron el 31 de marzo de 2005.
Para entonces corrían investigaciones y procesos acerca de la transparencia de la gestión de Gloria al frente de la entidad, de los que terminó absuelta.
Acompañada de simpatizantes y miembros del Polo Democrático, la desairada heredera retornó a la escena en 2007 cuando escritura en mano, después de franquear la reja de seguridad,tomó posesión de muñecas y peinadores almacenados dentro del predio, para devolvérselas a las bisnietas de Gaitán.
El único vástago del mesías (aparte de su ficticio hijo natural, Cactus Gaitán, cuya existencia fue proclamada por Troller y Arias) vuelve a aparecer cada determinado número de días. Una muy reciente tuvo lugar cuando ésta abrió su boca para contar al mundo acerca de la relación que dice dice sostuvo con Salvador Allende, de la que por cierto afirma haber perdido un hijo.
Sea del país o sea de la familia Gaitán, lo cierto es que el proyecto luce abandonado. Y eso no es mentira
En la próxima entrega… Las seis mentiras de abril. Aquellos infundios sobre el Bogotazo, ‘la violencia’ y el Caudillo.