Un viaje hasta la Piedra de los Suicidas, en el Salto del Tequendama, y a las inmediaciones de la casa abandonada, en donde estaba el hotel cercano.
“Los que se tiran al Salto no llegan al cielo. ¿Me entienden? Dios los deja de querer porque cuando los ve arrojarse piensa que ya le entregaron el alma al Diablo, y que no tienen derecho a nada”.
Don Ignacio apuró otro sorbo turbio de aquel aguardiente verde aderezado con hierbas, y siguió señalando con su índice regordete y corto hacia la inmensidad ruidosa del paisaje desde uno de los miradores de la casa. Le acompañaba la convicción de quien está seguro de no necesitar más palabras para adornar la contundencia del entorno.
Además de la carga calórica del alcohol lo protegía del frío desprendido por las paredes del claustro un suéter deportivo, de esos que dicen Adidas sin serlo. Previo soborno, don Ignacio nos iba descubriendo los vestigios tristes y enigmáticos –como casi todos los vestigios, siempre tristes, siempre enigmáticos- del que alguna vez fuera alojamiento de lujo, y que hoy era su vivienda.
Algunos niños de colegio desde afuera observaban la edificación sin poder entrar, mientras a pesar del aroma azufrado que domina la región, devoraban grano a grano sus respectivas mazorcas.
Observaban la casona con lástima, a la vez que se preguntaban a quién y para qué pudo ocurrírsele construir una casa en semejante lugar. Pero sobre todo si habría en toda Bogotá un hombre tan falto de olfato como para invitar en estos días a su esposa e hijos a hospedarse o a comer en un sitio con semejante hedor a huevo tibio.
-No se vaya a poner de chistoso a tocar la puerta-, le dijo uno a otro-. Allá adentro hay espíritus.
La mansión en donde funcionó el Hotel del Salto nunca se vio nueva. Ni siquiera el mismo día en que, en medio de un té solemne ofrecido por sus fundadores a algunos invitados de la élite bogotana y cundinamarquesa de entonces, fue inaugurada.
Ya en ese marzo de 1928, las revistas destacaban el ‘estilo antiguo de la construcción’ y agradecían al Ferrocarril del Sur la acertada idea de erigir una posada en la entonces caudalosa caída de agua. Mesitas del Colegio fue El Peñón de esos días.
El Salto aún no era ese coloso diezmado de hoy, inspirador de la primera página de la mitología chibcha, de alguna canción de Noel Petro, de muchas crónicas aparecidas en periódicos acerca de parejas suicidas en los 20, 30 y 40, algunas de ellas firmadas por el gran Felipe González Toledo, y de ciertos poemas perdidos en medio de alguna antología vieja, que casi nadie lee.
Hoy sigue siendo un gigante. Un gigante aporreado. Un gigante cuyo cauce aparece insuficiente y cansado, pero aun así, empeñado en no doblegarse ni siquiera ante los designios de las fábricas que con sus desperdicios lo van envenenando.
–Ustedes estuvieron de buenas. Casi nunca está así de crecido porque las industrias se le roban el agua, y el sol no está así de bonito como hoy, y las nubes no dejan ver- nos había dicho don Ignacio.
Vladimir y yo habíamos llegado hasta el Salto del Tequendama cuando eran las 9 en la mañana. Nos bajamos un poco antes del divisadero, en el que venden botellas de agua –esa sí limpia-, bebidas gaseosas, huevos cocidos -a tono con el perfume de la zona-, arepas de choclo, papas saladas y mazorcas. En pos de ignorar la contaminación aromática, dirigimos nuestros ojos a la casa, con el respeto que alguien de su edad se merece.
Luego volvimos la atención hacia el aviso clavado al inicio de la cascada, unos 50 metros al norte de la carretera. Tenía esa invitación a ser transgredida implícita en todos los reglamentos. “Prohibido el Paso: Crecidas de agua repentinas”.
Mis zapatos de tela se llenaron de barro sin importar los muchos esfuerzos que se hicieron por evitarlo. En el trayecto, que no debía durar más de tres minutos, desde la carretera hasta el extremo, justo antes del precipicio, hay zanjas inofensivas que no se ven. Por lo menos dos o tres camionetas se detuvieron a gritarme: ¡bótese, de una! ¿Qué está esperando? A los ciclistas que iban subiendo no les quedaban alientos para burlarse de nada.
Vladimir decidió quedarse, tal vez para no ceder a la tentación de atenerse a las sugerencias de los viajantes. En el primer intento equivoqué el camino. Pero ya con medias, calzado y pantalones mojados no había ningún pudor higiénico que me impidiera continuar. Estaba tan seguro de poder y querer volver, que dejé la chaqueta colgada en un árbol al que creí fácil de encontrar a mi retorno.
Una borrasca leve, constante y diagonal caía sobre todo, sin que pudiera ser disfrutada a cabalidad por mí debido a la sospecha incómoda de que tal vez cada gota llevaba dentro de sí algo de la contaminación de las aguas cercanas.
En la mitad de la ruta estaban los restos de lo que hace tiempo debió ser un quiosco. Llegué hasta la que llaman Piedra de los Suicidas. Sobre ella había dos lápidas. La de abajo invitaba al autodestructor anónimo a reconsiderar las cosas, con el débil y falso argumento de que todos los problemas tienen solución, y luego citaba aquel famoso pasaje de ‘yo soy el camino, la verdad y la vida’, del evangelio según San Juan.
La otra recordaba que Jáder Javier, nacido el 13 de mayo de 1977, decidió escoger la Piedra como el escenario perfecto para el fin de sus días, unos 30 años después, el 24 de agosto de 2007. Me decepcionó, lo confieso, que se tratara de una muerte tan reciente, y que el recordatorio hubiese sido erigido en homenaje a uno de mis contemporáneos, y no a un misterioso hombre de traje negro fallecido en 1944.
Si pusieran un mármol por cada suicida del Salto, hace mucho la Piedra estaría embaldocinada. Y eso la haría más resbalosa. Al otro costado hay una virgen. Del mismo flanco en que yo estaba, al frente de la Piedra, un aviso blanco en metal con lo que queda de un texto en marcador, ya ilegible, pero que debe ser de corte motivacional.
Nunca en mi vida me había sido dado observar una composición paisajista tan paradójica. De un lado las aguas desapacibles estallándose contra las rocas con su canto adormecedor. Del otro la pintura decolorada de la casa, y la montaña inmensa, sobre la que se dibujaba un arco iris, al que quiero seguir imaginando infrecuente. Hacia el cielo la brisa inclinada y el espesor vaporoso de nata de la niebla algodonada. En definitiva, una saturación simultánea de muerte, vida, contaminación y naturaleza en proporciones similares. Y una mezcla curiosa de ingenio divino y humano perdidos a su suerte. Demasiadas desapariciones y apariciones concentradas en un solo sector.
Caminé de vuelta hacia arriba. Sobre el muro, aquel que debió hacer parte del quiosquito, alguien había escrito el 666. Otro alguien decidió hacer contrapeso a sus proclamas satánicas con un esperanzador ‘Dios te ama’. Entre tantos ídolos y mártires todos parecían acordarse de Jáder Javier, y del Demonio, y de Yahvé, y de Jesucristo, y de la Virgen. Pero nadie de Bochica.
Regresé orgulloso hasta arriba. Me tardé en encontrar el árbol en donde la chaqueta se me había quedado. Me enojé. Comencé a pensar en las sucesivas preocupaciones que con carácter permanente nos van aletargando la vida. Hace unos minutos me angustiaba la idea de enlodarme. Luego me preocupaba que las baterías de mi cámara se quedaran sin carga para registrar los hechos. Después me aterraba tropezar e irme para siempre al abismo. Y ahora una prenda insignificante. ¿Qué vendrá ahora?
Me encontré con Vladimir, que me había divisado como un minúsculo punto sobre la roca, y a quien en vista de mi retraso había comenzado a afligir la idea de que, inspirado por el contorno vertiginoso, yo mismo me hubiera decidido a seguir las andanzas de Jáder Javier, y del otro ciento de viajeros cuyo tránsito por la vida terminó unos instantes después de haber llegado hasta donde llegué.
Nos aproximamos a la señora de las mazorcas y le preguntamos si había alguna posibilidad de conocer la casa desde dentro.
-Para eso hay que pedir autorización al doctor Arias.
-¿Quién es el Doctor Arias?- le pregunté.
-El doctor Roberto Arias Pérez, de Colsubsidio.
-Será el hijo o el nieto de don Roberto, que es un patriarca. Pero no creo que el segundo apellido de ese del que usted me habla sea Pérez -le dije-. ¿No habrá una forma más fácil de llegar?
Llamó a otro. Éste, después de hacer el énfasis ensayado y falso en la imposibilidad del proyecto al que estábamos a la espera de consumar, accedió a golpear a las puertas de la casona preguntando por alguien a quien llamó ‘compadre’, y que después supimos que era el encargado de cuidarla.
El compadre se asomó, abriendo una ventanita, desde uno de los costados. Le dijo que mi acompañante y yo estábamos interesados en conocer el interior de la casa.
-Mi amigo vino de Cali para conocer el Salto –mentí-. ¿Será que usted nos puede ayudar a ver la casa?
Él contestó que eso estaba prohibido. Seguimos rogándole hasta llegar al consabido: ‘yo por mí los dejaría entrar. Pero si me echan quién me va a recuperar el puesto’. Insistimos una vez más hasta el también consabido ¿cuánto me van a dar para que los deje entrar?
Le ofrecimos 10.000. Dijo que no. Vladimir le preguntó entonces si el doble de la suma inicial era suficiente como para calmarle el temor a perder su trabajo. Nos pidió que siguiéramos.
Las puertas blancas del ex hotel fueron abiertas por un hombre distinto. Dijo que se llamaba Ignacio. Indicó que no podíamos tomar fotografías ni mucho menos grabar nada de lo que viéramos. –Entren por aquí con cuidado de no pararse en un hueco. En el piso hay tablas podridas, pero no se me vayan a asustar. De día esto es muy tranquilo. Por la noche, cuando no hay luz, las almas de los muertos salen y suenan cosas. ¿Me entienden? Y ahí sí que hay que tener miedo-. Un perro negro nos ladraba, advirtiéndonos que no siguiéramos. Pero lo hicimos.
De la entrada hacia abajo había dos niveles con vista a la carretera y el Salto. De la entrada hacia arriba otros dos, uno de ellos sin tablas. Cada vez que don Ignacio se distraía, Vladimir disparaba con su cámara, y yo me preguntaba si alguno de los espíritus de la casa, amigo de don Ignacio, no iría a delatarnos. –Aquí había un cuarto. Aquí una taberna. Aquí un salón de baile. Aquí un baño. Aquí una lavandería. De aquí para afuera pueden tomar todas las fotos que quieran. ¿Me entienden?-. Por la naturaleza más reciente de algunos detalles, era obvio que el sitio había sido sometido a remodelaciones posteriores a los 20. Había dos grandes lámparas con lágrimas y copas de vidrio, no tan descuidadas. Había interruptores y tomacorrientes que no servían.
Nos llevó a los balcones. De algún lugar trajo la infusión de aguardiente con yerbabuena y otros vegetales de origen incierto. Nos sirvió un par de tragos. –Aquí entre nos, esto sirve para darnos fuerza a los hombres- agregó con picardía mientras empuñaba su brazo derecho en ademán eréctil. Se río. Luego, más serio, dijo aquello del destino infernal al que los suicidas estaban condenados.
Nos llevó hasta el salón más grande, lleno de luz natural, adornado por unas cenefas en las que dos mujeres se miraban de frente y dos espejos. Nos invitó a sentar un momento en una vieja mesa, al lado del ventanal, y nos dio dos aguardientes más. Ya para entonces habíamos visto y oído lo necesario como para irnos tranquilos. Además yo estaba comenzando a pensar que mis zapatos húmedos iban a provocarme algún tipo extraño de infección sin precedentes en la historia de la medicina moderna. Y quería bañarme. Estreché su mano derecha y le entregué los 20.000. Don Ignacio los miró y aclaró que además le debíamos 6.000 de los aguardientes, que como ya estaba visto no eran, como creímos, cócteles de bienvenida ofrendados por el Hotel.
Fuimos por tercera vez, adonde la señora de las mazorcas y adonde el otro compadre. Le compramos dos aguas embotelladas. Sin que se lo preguntáramos ella anotó:
-Hace como 20 años unos italianos pusieron un restaurante aquí. Era muy bueno. Pero mal administrado. Cuando me casé nos invitaron a comer a mi marido y a mí. Los italianos hicieron billete y se fueron. Después la casa se quedó sola. Pero hay gente que sigue viniendo, y alguna no regresa. De tanto trabajar aquí yo ya me doy cuenta de quiénes son los que quieren tirarse. Los nervios se les ven en la piel. Después llegan los socorristas y los rescatan. Hay unos cuerpos que salen enteritos. Pero si duran mucho tiempo abajo se les comienzan a caer las piernas, los brazos y hasta la cabeza. Se los comen los chulos.
Por un momento Vladimir y yo supusimos que el importe pagado con antelación iba a ser repartido en raciones similares entre los implicados, y que con eso bastaba. Pero el otro compadre, ya preocupado porque íbamos a marcharnos sin dejarle su merecida comisión, insinuó…
-¿Y qué? ¿No me van a dejar algo para la gaseosa?
Le extendimos un billete de 5.000.
Antes de abordar el bus intermunicipal y seguir con nuestras vidas les preguntamos si en su concepto Vladimir o yo cabríamos dentro del perfil de quienes iban a tirarse.
-No…, respondieron al tiempo-. Pero sí de los que pagan para que los dejen entrar.
Este texto fue publicado originalmente en www.lamovidaliteraria.com