Una terna de cosas insignificantes ocurridas en tres días recientes.
Mi tía Sor Margarita
Mi tía Sor Margarita tiene 90 años. Mi tía Sor Margarita en realidad no es mi tía. No en primer grado de consanguinidad porque es tía de mi abuelita Soledad. Es decir, tía de mi abuelita. Es decir… tía bisabuela. Hermana de mi bisabuelo Víctor Modesto de Jesús García Ocampo, quien nació en Marinilla a finales del siglo XIX y murió en Calarcá en 1978. Mi tía Sor Margarita es un patrimonio familiar, y es lo más antiguo que nos queda.

Creo que mi tía Sor Margarita fue una vez madre superiora, pero ya no ejerce. Prefiere cuidar de unos anturios que hay en los jardines del claustro en donde vive, cerca de Ibagué.

Cuando egresé de la Universidad me llegó un telegrama de mi tía Sor Margarita felicitándome. De plano lo rompí, porque creí que era alguna advertencia de cobro jurídico por la deuda de una tarjeta de crédito que por entonces había dejado sin pagar, y que me dio entrada a la lista de parias de DataCrédito. Después, una vez en la caneca, supe que era un mensaje de mi tía Sor Margarita. Lo recompuse y lo pegué con cinta invisible.
De unas semanas para acá mi tía Sor Margarita y yo hemos adoptado la costumbre de comunicarnos por vía telefónica. Mi tía Sor Margarita tiene un teléfono celular en prepago. A mi tía Sor Margarita no le gusta dejarme mensajes en el buzón de voz, y por eso insiste si dejo de contestarle.
Me gusta oír su voz pausada y su acento bondadoso de monja antioqueña. Cuando el uno se acuerda de la otra, y la otra del uno, nos llamamos y hablamos de cualquier cosa. Yo le pregunto sobre su infancia en Antioquia. Ella alaba mi forma respetuosa de hablarle. Ella me pregunta sobre mis conceptos teológicos del mundo. Yo trato de figurarme cómo será el sitio en dónde vive, a donde alguna vez pienso ir.
El 13 de julio, un día antes de la fecha oficial, mi tía Sor Margarita me llamó para desearme un venturoso cumpleaños. Me dijo que sabía bien que aún estábamos a 24 horas del acontecimiento, pero que había preferido llamarme con anticipación porque “uno no sabe si mañana siga aquí”. No creo que lo pensara. Pero al decírmelo, mi tía Sor Margarita me hizo entender, por primera vez, que 90 años son 90 años.
Lágrima por lágrima
A la entrada de donde vivo hay dos lámparas colgantes a las que detesto. Son dos grandes fuentes de luz circulares, idénticas, con algo más que la mitad de sus focos fundidos, y un centenar de pequeños rombos de cristal barato pendiendo de alambritos dorados, rendidos ante el tiempo y los cientos de millones de partículas de polvo que durante décadas deben habérseles adherido.
Yo creo que nadie se da cuenta de que existen. Si tuviera que clasificarlas dentro de alguna denominación de género me imagino que les diría ‘baccarats’, o tan sólo ‘lámparas’, así como cualquier hombre o mujer podría antes de ser Juan o Fernanda llamarse tan sólo ‘hombre’ o ‘mujer’.
Cuando veo a los muchos ancianos y ancianas que esperan la llegada de lo innombrable hablando entre sí, sentados en el par de sillas de la recepción del edificio, con sus bastones, con sus chales, abrigos y perros, bien peinados, perfumados y ansiosos de salir, bajo la iluminación ostentosa del lugar, pienso en el inmenso bien estético que a todos haría el que alguien quisiera removerlas.
Luego, al llegar hasta la puerta de esta casa, a la espera de quedarme dormido, supongo que las lámparas son parte de aquel paisaje de imágenes y objetos cuya presencia, monótona, nada notoria y añeja, hace sentir a mis viejecitos vecinos que algo de su pasado aún es vigente, y que de algo sirve.
Hoy llegué, como muchas veces, desprevenido, de madrugada, agobiado por la vulgar prisa de todos los días. En el flanco frontal de la portería, a pocos pasos de la recepción, al ver hacia arriba me encontré con uno de aquellos espacios, burdos y desamparados que dejan los objetos a los que nunca vemos, a los que acostumbramos a notar cuando son removidos de sus sitios de siempre.
Pregunté a don Fernando, el vigilante, acerca del destino de aquella cosa indeseable.
–La están limpiando para mitad de año.
–Bien. Ya era hora. Debe ser difícil limpiar algo tan grande y aparatoso como eso sin que se desbarate.
–Sí. Tienen que hacerlo lágrima por lágrima, para no dañarla.
Aquello de ‘lágrima por lágrima’ me llegó tan hondo, tan triste, que sentí pena por haber despreciado durante meses a mis luminosas compañeras de todos los días. Comprendí que todos de alguna manera deberíamos ser limpiados lágrima por lágrima.
Nunca se me había ocurrido que aquellos triángulos dobles, de cristal, volumétricos y opacos, amarrados como remedos de luna a la base de las dos mencionadas lámparas eran lágrimas, y que la luz de cada una les costaba enteras noches de llanto y vigilia.
Ahora, si bien no les he dejado de detestar, espero con cierta ansiedad de larga ausencia el regreso de aquellos feos objetos que como yo, como todos, deberíamos ser limpiados, lágrima por lágrima.
La vecina y yo
La vecina se trepó al ascensor dos pisos más abajo del mío, que es el octavo. Aunque ella y yo sabíamos que íbamos a ser compañeros de trayecto por un tiempo demasiado corto como para alcanzar a preocuparnos por territorialidades y protocolos, trabamos un diálogo corto, con el que aún sigo obsesionado.
Ella es una de las tantas ancianas octogenarias que comparten conmigo el honor de habitar el mismo edificio de 13 niveles en donde vivo, hace no mucho más que un año. No sé si la mayor parte de la población del sector según el más reciente censo sea de viejos. Pero estoy seguro al menos, de que mis vecinos ancianos son los más dispuestos a hablar conmigo, los más corteses.
Me preguntó cómo estaba. Traté de responderle algo distinto a lo que cualquiera le habría contestado en forma automática.
-Estoy muy bien. No sería justo quejarme de nada.

-Usted tiene razón, joven. Estar aquí ya es de por sí un milagro. ¿Alguna vez se ha puesto a pensar cuántas cosas tuvieron que ocurrir para que usted o yo llegáramos aquí? ¿Cuántos ancestros suyos y míos habrán tenido que acostarse para que hayamos venido al mundo?

Jamás habría imaginado a una venerable dama de tan avanzada edad abordándome semejantes temas en un entorno tan cerrado como espontáneo. Sentí que aún, incluso a mis 32, había cerca de mí cosas que podían sorprenderme.

Las puertas se abrieron. Caminamos hasta la salida. Y no fue necesario agregar nada.