“Es posible que el carácter pacífico
y dócil de los habitantes de esta altiplanicie
haya contribuido en mucho para hacer de ellos
una especie de materia plástica como la cera,
que recibe la impresión de lo último que se le graba,
dejando desaparecer la anterior
imagen que existía de ella”.
José María Cordovez Moure
De esas cosas que nunca se dicen, pero que duelen de la ciudad, es la dificultad por parte de quienes la administran, de quienes la vivimos a medias, para conquistar pequeños espacios de magia en medio del tráfico vulgar; de los vehículos de transporte público atiborrados de aburrimiento y frustración; o de las calles por donde caminan el desempleo, los sueños incumplidos y el cansancio.
Hábitos diarios y automáticos que no son más que pagar cuentas, hacer reclamos, cepillarse los dientes para evitar el sarro, ir a la panadería a preguntar si hay algo recién hecho, preguntar en el CADE si queda un día de plazo para la cancelación del recibo telefónico, o comprar el Baloto en algún establecimiento afiliado a Copidrogas, esperando que la fortuna nos indemnice por daños y perjuicios pasados y por venir.
¿Por qué nos cuesta tanto imaginar? ¿Por qué las expresiones de los viajeros de colectivos, buses y busetas, parecen haber sido recubiertas por una pátina irremovible, opaca y amarga y no saben reírse de nada? ¿Por qué tenemos miedo a mirarnos unos a otros, y si lo hacemos ello será invadidos por una mutua desconfianza para la que no parece haber cura ni terapia ciudadana suficiente?
En ocasiones voy por los andenes y me encuentro con los avisos de expendios económicos de almuerzos en donde se promocionan los platos del día, con principio, jugo y postre incluidos. Y veo un tablero blanco en el que, con marcador Pelikan borrable azul o rojo y ortografía equivocada, han sido consignadas las bondades del plato del día. Como si pudiera haber algo de tentador en un preámbulo tan prosaico. Con lo bien que se vería una pizarra en donde, con tiza de colores se exhibieran las opciones alimenticias del día. Pero no.
A veces me tropiezo ilusionado con la presencia de restaurantes, cantinas y bares enmarcados en sonoros títulos como ‘El mesón santafereño’ o ‘El tranvía’, y luego de entrar anestesiado por el sueño de sumergirme en la nostalgia, soy sorprendido con los compases insoportables del vallenato o el reggaetón prorrumpiendo imprudentes en medio de la decoración clásica. Como si no hubiera pasillos o bambucos para acompañar los ratos de quienes aún creemos y queremos ser bogotanos. Como si no fuera suficiente con la proliferación de cantinas dedicadas al cultivo de los ritmos del Valle de Upar en la Capital. El Café Pasaje ya no es lo que fue.
¿Por qué los llamados a decidir por nosotros se rehúsan a bautizar nuestros vecindarios, plazas, símbolos, calles y lugares, con nombres que le devuelvan a esta Bogotá despojada de tradiciones algo de su dignidad extraviada? ¿Será por la premura de dar una solución pronta y provisional a problemas dignos de ser vistos a través de lentes menos pragmáticos, más inventivos?
Yo me planteo, cada vez que estoy por ahí, sin hacer nada o inventándome algo por hacer, a qué clase de dechado de monotonía y falta de creatividad pudo ocurrírsele dar a la estación de TransMilenio de la Avenida Caracas entre calles 32 y 34 el nada místico nombre de Profamilia.
Y lo digo porque habría habido opciones no tan institucionales, aunque sí bastante menos desabridas. No creo que haya que ser un monstruo de creatividad para darse cuenta de lo mucho más poético, oportuno y respetuoso con la tradición y la historia que podría haber sido el llamarla Teusaquillo.
¿A quién, aparte de los organismos de la Alcaldía o a los abortistas, planificadores, futuros vasectomizados o parejas responsables o angustiadas que visitan la estación de Profamilia le gusta ese acrónimo?
Algo parecido sucede con la NQS. Aquello de Norte Quito Sur suena lógico, mas no divertido. Desconozco la razón para la desafortunada decisión, que supongo, estuvo en cabeza de las directivas de la empresa encargada del proyecto. Pero en definitiva, otra vez, son siglas que aburren.
Tampoco estoy al tanto de las circunstancias en las que tuvo lugar la fundación del llamado Puente Aéreo, bajo el Gobierno de Julio César Turbay Ayala. Pero en cualquier caso… ¿no habría sido en su momento un tanto más primoroso el haber buscado para este aeródromo anexo una denominación algo menos técnica, mediante algún vocablo muisca, como Aeropuerto Nemqueteba, Tequendama o Bochica, o cuanto menos algún referente colonial del tipo Monserrate o Guadalupe?
Tenemos el olvido por vocación. Galerías una vez fue Sears, y Sears una vez fue un vecindario sin nombre, entre el Alfonso López y El Campín. Pero eso a nadie le importa.
Por tal razón no me extrañan los rostros de hartazgo exhibidos por la mayoría de bogotanos cuando vienen de vuelta tras la jornada laboral; o cuando se mueven taciturnos y hostiles por cualquier calle: grises, tristes y cansados, de vuelta al mismo supermercado; a la misma cigarrería; por la misma ruta de todos los días. A velocidades lamentables por la NQS. Preocupados, a la espera de orientación reproductiva en Profamilia. Estrechos y saturados por los corredores de Galerías.
Podría escribirse una enciclopedia entera con ejemplos similares, pero no veo mucho sentido en añadir unos párrafos más a la larga lista de lamentaciones que en honor a mi ciudad se han ido y se seguirán escribiendo, con razones de sobra.
Por ello no me resulta extraño cuando pregunto a alguno de los que en las noches, días y madrugadas se desplazan por La Plazoleta del Rosario, quién es acaso el personaje representado por la estatua frente a la que a diario desfilan jaurías de desinformados.

La mayoría baja su cabeza con el mismo gesto desinteresado de siempre y antipático de siempre: ‘Ni idea’. Frente al monumento, sobre los predios que ocupara el Hotel Granada está ese cubo de aspecto nazi y antipático que es el actual Banco de la República, símbolo de nuestra economía progresista y moderna.

El espíritu de don Gonzalo Jiménez de Quesada aún no logra conciliar el sueño eterno e incumplido de una ciudad que se apiade de su memoria, y de otro ciento de memorias diluidas hundidas quizá, en alguna parte de las aguas no navegables del Río Bogotá.