La primera sede del colegio en donde estudié casi toda mi vida, con el que aún sigo teniendo pesadillas recurrentes, estaba metida en medio de la Calle 174, cerca a la Autopista Norte. El sueño repetitivo consiste en que en el presente alguien me acusa de no haber cumplido con la totalidad de mis estudios, por lo que me obliga, siendo ya el vejete que soy, a retornar a las aulas en las que transcurrieron algunos de mis peores días.
No disfruté de mis tiempos de estudiante. O por lo menos no de las inacabables horas metidas en el plantel en donde mi madre a bien tuvo matricularme. Nunca le tuve cariño, y en concordancia con los hechos debo decir que los recuerdos que de él me quedan no son en su mayoría gratos, aunque hoy la nostalgia, con su brillo opaco, suavizado y mentiroso, similar al que invade una lente de aumento cuando alguien decide esparcir vaselina sobre su superficie y la luz se refleja en él desde lejos, produciendo destellos falsos, me hace sonreír al evocarlo.
Yo tenía a mi haber seis años de vida. Bogotá era en ese 1982 bastante más pequeña de lo que hoy es. No era difícil dar a un taxista indicaciones precisas sobre la ubicación del centro escolar. Bastaba con un “por el tercer puente” como para que el transportador quedara advertido acerca del calibre de la operación por ejecutar. No había forma de equivocarse: la gran Autopista Norte, a la que por sus dimensiones parroquiales la palabra ‘autopista’ le venía mal, sólo contaba con tres puentes.
La modernidad de mi ciudad estaba pues compendiada en eso: tres puentes, el centro comercial Unicentro y el edificio Colpatria, según las mentiras o la desinformación de algunos, el más alto de América Latina.
El Gimnasio del Norte, aquel colegio del que hablo, era, sobre todo, un lote amplio en donde todo lucía rural e improvisado: varias canchas de fútbol en grama, dos de baloncesto en concreto, una plazoleta central pavimentada, desde la que se iban desprendiendo algunas decenas de salones de clase prefabricados, y un buen número de pinos y eucaliptos que trazaban los linderos con el resto de edificaciones vecinas, la mayoría correspondientes también a entidades educativas. El Calasanz, las Esclavas de María, y el Canapro, entre ellos. En la tienda vendían un agua tinturada con sabores y almacenada en bolsas cilíndricas. Se llamaban Boli. El Bon Ice es su hijo bastardo.
La lista de útiles exigidos por las directivas a principio de año incluía solicitudes de materiales que desaparecían. Crayolas, cartulinas, resmas de papel, plastilinas, lápices, cosedoras, bolígrafos, compases, y otro centenar de cosas que iban a parar a alguna especie de agujero negro. Porque una vez los alumnos hacíamos entrega formal de éstos, jamás volvíamos a verlos.
Frente al Gimnasio del Norte estaba la escuela de equitación San Jorge. Ahí subí por primera vez a un caballo, y ahí me caí, también por primera vez, de otro. La yegua que yo montaba llevaba por nombre Promesera. A mi amigo Nicolás Samper le asignaron a Zipa. Muy cerca de la escuela San Jorge había un criadero llamado Las Margaritas. Al otro costado, frente a la autopista estaba una casa de propiedad de La Voz de La Víctor, seguida por el altivo recordatorio de “Fundada en 1929”. La señal de la emisora era de hecho tan fuerte, que alcanzaba a filtrarse por el único teléfono público que había en el lugar.
Los lotes aledaños ahora han sido invadidos por una cantidad sorprendente de edificios de vivienda multifamiliar. Es increíble el poco tiempo que toma a la ciudad esparcir su influjo contaminante sobre el mundo.
Ahí, sobre el mismo terreno en donde estuvo esa casa radial hoy se erige la sede norte de los Almacenes Éxito. Al lado opuesto de la avenida se divisaba la urbanización Villa del Prado, algo así como el vecindario de La Pequeña Lulú aclimatado en el norte de mi urbe natal. Fue ese el vecindario en donde siempre quise vivir, pues algo dentro de mí me hacía imaginar en éste como un epicentro magnífico de la vida de barrio de la que yo, metido en una calle saturada de edificios de Santa Bárbara, carecía.
Si mirábamos al oriente, desde alguna zona del colegio en donde los árboles no fueran muy altos, veíamos a San Cristobal Norte, un barrio joven muy popular metido entre los cerros, al que sólo podía llegarse por una interminable sucesión de escalones, pendientes a cual más.
Desde la lejanía, arriba, casi antes de llegar a la zona más alta del cerro resaltaba una casita blanca con aspecto de vivienda de príncipes y doncellas. La llamábamos ‘El Castillo’. Al bajar de ‘El Castillo’ había, ya cerca de la Carrera Séptima una peluquería cuyo nombre no puedo olvidar. ‘Mi tijera y yo’.
Una vez, María de los Ángeles Torres, Sonia Ángela Margoliner y María Inés Monsalve, directoras de los cursos segundo, tercero y primero de primaria, planearon una excursión para ir a ver de cerca El Castillo. Alentados por la curiosidad subimos la extensa pendiente de escaleras, y al llegar, yo y varias decenas de niños niñas experimentamos la misma decepción al comprobar que éste no era tan grande, ni tan esplendoroso como parecía lucir a lo lejos, y que en su interior no había más que dos camas, una pequeña estufa eléctrica portátil, unas mesas de noche desprolijas, y un par de muñecas harapientas. Fue una de las primeras decepciones en mi vida
Con el tiempo El Castillo dejó de ser visible. Supongo que lo demolieron o lo escondieron las edificaciones nuevas, o que dejó de importarnos.
Ya adolescentes, en 1989, como una forma de oposición a un sistema educativo al que considerábamos tiránico e inservible, decidimos fundar un grupo al margen del reglamento escolar al que bautizamos con el a nuestro modo de ver amenazante nombre de Los Vándalos.
Fabricamos escudos, camisetas, periódicos de circulación clandestina y panfletos fotocopiados, y comenzamos a arremeter mediante formas caseras de terrorismo contra la planta escolar y la integridad psicológica y física de nuestros profesores. Entre las muchas formas de hostigamiento de Los Vándalos, de cuyas directivas hacíamos parte el fallecido Fabián Bernal, Arturo Hernández, Pedro Laguna y yo mismo, nuestra predilecta era la piromanía.
Un día, con mi autoría intelectual, decidimos perforar un par de tizas para darles la forma de lo que podría ser un cilindro. En cada uno de sus extremos introdujimos dos fósforos a manera de material inflamable. Luego, con el mismo polvo dejado por el gis durante la operación, rellenamos el agujero, y dimos al material didáctico en cuestión el aspecto normal de cualquier objeto de su especie.
La víctima escogida para nuestra venidera fechoría fue Gladys, profesora titular de matemáticas. Su intransigencia a la hora de subirnos una décima para salvarnos de reprobar los bimestres, sumada a su negativa sistemática a permitir la elaboración de trabajos en grupo y la kilométrica extensión de las asignadas a nosotros por ella en para fines de semana, le habían hecho ganarse el aborrecimiento unánime de casi todos el alumnado. Gladys usaba anteojos gruesos. Sobre su frente caía un mechón de pelo al que copiosas raciones de laca le daban la forma de un corazón.
Puesto que cualquier amabilidad de nuestra parte hacia Gladys habría sido recibida con escepticismo, encomendamos a Andrés Vargas, el más aventajado alumno de todo séptimo grado para que al inicio de la clase se ofreciera en forma voluntaria y presta a abastecer a la maestra con la cantidad suficiente de tiza como para poder impartir la lección sin interrupciones.  Andrés fingió dirigirse hacia la rectoría, en donde estaba la despensa de insumos para profesores. A su regreso traía las tizas-bomba en sus manos.
La faena pedagógica se inició sin contratiempos. Ansiosos, clavados en nuestros puestos de combate, Los Vándalos y nuestros opositores y simpatizantes, aguardábamos por el momento en que las cerillas se encendieran. Y así fue.
En algún momento, mientras la pobre de Gladys intentaba dar contundencia a su exposición, estampando con fuerza sobre el pizarrón la coma correspondiente a alguna cifra decimal, la tiza en sus manos se convirtió en una especie de antorcha olímpica o de lanzallamas escolar. Su capacidad de reacción fue lenta y para cuando los reflejos respondieron ya la mitad de su coqueto mechón había sido calcinada por el fuego que brotaba desde el fondo.
Tras el éxito del atentado la concurrencia entera se mantuvo en silencio, satisfecha, ahogando sus risas, evitando delatarse en la abrumación debida a la perplejidad que sucede al triunfo.
En un acto de grandeza, Gladys, se abstuvo de hacer comentarios, tras la desgracia capilar que en su contra acababa de ser perpetrada. Continuó con su labor, haciéndonos pensar que el agravio había sido olvidado por su corazón indulgente.
El trámite de la lección siguió normal hasta el momento en que sonó la campana final del día, para ir de camino hasta los autobuses escolares. Mientras todos aliviados alistábamos útiles, inútiles y maletas para regresar a nuestros hogares a oír 88.9, Gladys dio la sentencia taxativa:
-No salimos de aquí hasta que no aparezca el chistoso que puso los fósforos en las tizas–.
Tuve miedo el eco de las palpitaciones angustiadas de mi corazón chocara contra las paredes del aula, delatándome. Pensé en el desventurado futuro escolar que estaba esperando por mí. Pensé en la nueva mácula que iba a estamparse sobre mi ya turbulento expediente disciplinario. Pensé en lo mucho que podría incrementarse el ya cuantioso fastidio de Gladys para conmigo, y en la forma inevitable como ello sería el inicio de una penosa carrera hacia el aburrido mundo de las habilitaciones a final de año, ahora que parte de su pelo había sido incinerada por causa de mi iniciativa.
También pensé en la desgracia que sería para mis condiscípulos el quedarse ahí perdiéndose el capítulo del día de LP Loca Pasión por cuenta de mis conatos juveniles de rebelión. Pero, sobre todo, pensé en las muchas lágrimas que habrían de brotar de los ojos de mi madre al enterarse sobre el particular.
Salté de la silla. Por un instante mi mirada culpable se cruzó con la de maestra y condiscípulos. Contrario a lo que supuse, me sentía tranquilo, sereno y resignado, libre como aquel a quien ya no le queda algo por perder, justo antes de pronunciar las palabras que nadie habría esperado de mí:
-Fui yo, Gladys.